Los expedientes de la División de Inteligencia de la Policía de Puerto Rico todavía producen sorpresas. Se elaboraron durante décadas, persiguiendo la vida de más de cien mil personas, hasta que a finales de la década de los ‘80 el juez Arnaldo López prohibió la práctica. Una vez la sentencia de López fue confirmada por el Tribunal Supremo, muchos de los expedientes fueron entregados a los perseguidos.
A mí me entregaron un mamotreto de seis volúmenes donde estaba registrada toda mi actividad desde la adolescencia. Todavía, para que no se me olvide, de vez en cuando examino alguno de los tomos, como quien ojea un viejo álbum de familia. Dado que en cada lugar donde residí había dos o tres vecinos que, reclutados por la Policía, mantenían vigilancia de entradas y salidas - y hasta de las voces que llevaba el aire - sus relatos ayudan a evocar vivencias. En última instancia, aquella persecución malsana ha resultado útil porque jamás hubiese podido documentar mi vida sin ayuda de los policías que a lo largo de décadas produjeron memorandos o informes de vigilancia.
El otro día revisé, no los gruesos volúmenes, sino papeles sueltos (tarjetas, resúmenes, fotos, etc.) que también me entregaron cumpliendo la orden del tribunal. Uno de ellos tiene tres páginas y se titula “Registro de Carpetas Solicitadas en Archivo”. Aparentemente cada expediente tenía su “Registro” y los oficiales que deseaban examinarlo debían poner la fecha de entrega, nombre, propósito, firma y, finalmente, la fecha de devolución.
Entre el 1 de agosto de 1968 y el 15 de febrero de 1977, mi expediente fue reclamado en 40 ocasiones. Muchas de esas revisiones las hicieron agentes del FBI, que se identificaban como tales (Kinney, Hoss, Rush). En la mayoría de los casos sólo se ponía el nombre y el propósito (“review”, “chequeo” “resumirla”) sin especificar la entidad de donde procedía la persona que solicitaba el expediente.
Los nombres latinos de los examinadores son, obviamente, desconocidos: “Ramón Almodóvar”, “Euricles Rivera”, “Rafael Rosa”, “E. Serrano”. Sin embargo, cuando miré el Registro la pasada semana di con un nombre que me llamó la atención porque era el mismo que desde hacía varios días sonaba en las noticias: Jorge Haddock.
Este tal “Jorge Haddock” estuvo algún tiempo a cargo de investigarme porque reclamó el expediente en cuatro ocasiones en un lapso de ocho meses, escribiendo siempre “chequeo” como “propósito”. La última revisión la hizo el 24 de agosto de 1976.
Ahora que una persona del mismo nombre ha sido traída desde Virginia, E.U.A. (hacia donde había recalado desde que salió de Caguas) para presidir la Universidad Puerto Rico, no está demás preguntarnos qué relación tiene – si alguna, claro está – con el Jorge Haddock de mi carpeta. ¿Era él, quien al momento del último examen, tenía 21 años, según la biografía que se circuló? ¿Era algún pariente o es pura casualidad? Ahí dejamos el asunto esperando que alguien aclare.
Pero es mandatorio algún comentario sobre otro asunto relacionado con el Jorge Haddock presidente, el que nos llega desde Caguas, vía Virginia. Me refiero a su salario. Al recién llegado le garantizaron una compensación anual de $250 mil, más las misas sueltas, que duplica lo del presidente anterior. Esa compensación ya no debe sorprender a nadie porque se está convirtiendo en norma en el actual gobierno cuando se trata de personas que son traídas desde Estados Unidos, pero en el momento en que se le cercena el presupuesto al periódico Diálogo y se hacen tantos recortes, el salario de este Haddock es obsceno.
Las declaraciones que dio queriendo explicar lo inexplicable levantan más dudas. Primero agradeció la “generosidad” de la Junta de Síndicos que le dio los $250 mil y, a renglón seguido afirmó que realmente estaba haciendo sacrificios, que allá se ganaba más. Es decir, que el generoso es él.
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