Este sábado, los grandes medios franceses podrán convertir a Mbappé y sus amigos en "héroes", o recordarles que no son más que los hijos de los desterrados de la “república francesa”, los hermanos de los "sin papeles".
Kylian Mbappé es el “Messi” del equipo francés. Nació hace 19 años en Bondy, uno de los barrios de los suburbios de París. Es un genio. Reúne las dos condiciones que buscan los cazatalentos que pululan los barrios populares franceses: la habilidad que asocian a los inmigrantes argelinos, y la potencia de quienes vienen del África subsahariana. Será porque su madre es argelina como Zidane y su padre camerunés como Eto’o.
Este sábado, en los octavos de final del Mundial de Rusia, millones esperarán ver sus gambetas. Y las de Messi. Lo harán, seguramente, sin saber las historias que hay detrás de Mbappé, Pogba y buena parte de los jóvenes que vestirán la “blue”. Saben que si le ganan a Argentina podrán seguir siendo por algunos días más los héroes prestados de la “Francia multicultural”. Pero si pierden los grandes titulares los tratarán como "racaille de la société" ("gentuza de la sociedad"), como alguna vez los bautizó Nicolás Sarkozy. Hijos de los banlieues
Bondy es una de las comunas de los suburbios de París, los llamados “banlieues”. Una palabra que surgió, hace siglos, para nombrar al "lugar prohibido" o "lugar del destierro": los nobles mandaban a las afueras de París a quienes consideraban delincuentes y mendigos.
En una de las multitudinarias torres de Bondy creció Mbappé. Lo hizo como otros siete de los seleccionados por la Federación Francesa de Fútbol (FFF) para el mundial. Paul Pogba creció en Lagny-Sur-Marne, N’Golo Kanté en Suresnes, Blaise Matuidi en Fontenay-sous-Bois, Benjamin Mendy en Longjumeau, y en los mismos barrios arrancaron Alphonse Areola, Presnel Kimpembe y Steven Nzonzi.
Allí crecieron como millones de hijos e hijas de inmigrantes de orígenes distintos, pero que se enfrentan ante el mismo “destino”.
La marginación para esos jóvenes “franceses” sigue siendo brutal. La “república” los condena a la precariedad en la escuela, en sus viviendas, el trabajo y hasta el deporte. Según encuestas, 4 de cada 5 empresas discriminan a los postulantes “negros” o árabes. Si te llamás Mohamed o Kamel tenés cuatro veces más probabilidades de estar desocupado que si te llamás Alain o Pierre. Las mujeres, además, si consiguen trabajo serán los más precarios: en la limpieza, tercerizadas, "domésticas" y muchas veces "a tiempo parcial".
Pero una de las marcas más duras para esa juventud es el hostigamiento policial, con los cacheos, la discriminación y el gatillo fácil. Esa violencia que desató la llamada “Révolte des banlieues” en 2005. Rebelión después del partido
“El 27 de octubre de 2005, estamos en pleno Ramadán. El día termina, para los adolescentes es hora de terminar su partido de fútbol, volver a casa y compartir la cena familiar después de esas horas de ayuno que forman parte de la tradición musulmana en este periodo del año. Pero esa noche, Zyed y Bouna no volverán. Un vecino ha señalado a la policía que tres jóvenes podrían haber entrado a una obra para robar material. Están con su amigo Muhittin, el único sobreviviente esta noche. Cuando los jóvenes ven parar bruscamente un auto de policía, lanzado a toda velocidad atrás de ellos, el miedo los sumerge, acostumbrados a la violencia de los controles policiales. Empiezan a correr. En unos minutos, se han sumado cinco autos de policía, otra decena de agentes a pie, para parar a tres adolescentes que no han hecho absolutamente nada. Un policía percibe sus sombras pasando arriba de las rejas de un terreno de la compañía de electricidad EDF. “No doy mucho por su vida” dice por la frecuencia policial. Un choque eléctrico los propulsa en altura. Los policías se alejan. Los cuerpos de Zyed y Bouna caen inertes. Muhittin, quemado a 2000 grados, la ropa pegada a la piel, encuentra la fuerza para volver al barrio, buscar ayuda. Las caras del barrio desaparecen detrás de las lágrimas y la noticia se propaga como un reguero de pólvora, desatando una bronca inmensa en las periferias que sufren la violencia policial a diario. La revuelta de las banlieues durará tres semanas, en las periferias de más de 300 ciudades francesas, no sólo se incendian miles de autos y centenas de edificios públicos, sino que los jóvenes se enfrentan directamente a la policía”.
El fragmento pertenece a la excelente crónica de Flora Carpentier en Revolution Permanent. Allí resume el golpe que desató “la rabia”, pero también como diez años después esos millones de jóvenes siguen sufriendo el racismo y la brutalidad de la “república” francesa. Pero aún: desde el atentado a la revista Charly Hebdo ha aumentado la “islamofobia” y luego el patriotismo contra los miles de refugiados de las guerras que Francia desata.
Zyed y Bouna venían, ese día, de jugar un partido de fútbol. Quizás soñaban con gambetear no solo los controles policiales, sino el “destino” que les depara Francia. Ese “destino” que Mbappé, Pogba y sus compañeros parecen haber esquivado.
A la caza de gacelas y panteras
El 10 de la selección francesa arrancó en el A. S. Bondy, cuando tenía poco más de 5 años. Sus entrenadores pronto descubrieron que llegaría lejos.
Miles de chicos llegan todos los meses a probarse en los clubes de los bainleues. En total son 235.000 jugadores registrados, la mitad tiene menos de 18 años. Muchos se curten en canchas de concreto o tragando el polvo de los potreros de tierra, donde la pelota endiablada obliga a forzar cada músculo y cada destreza. Aun así, mejores que las que usaron sus padres de pequeños, quizás ya destruidas por las bombas de la “república francesa” y sus aliados que los llevaron a huir de África o Medio Oriente.
En esas canchas se mezclarán con los hijos de la “clase obrera francesa”, como Frank Rivery, que fue huérfano y albañil antes convertirse en uno de los “grandes”.
Hasta allí llegan como los “cazatalentos” que trabajan para los poderosos clubes de la Ligue 1. ¿Qué cazan? Lo describe Mohamed Coulibaly para una buena nota del New York Times: “atlético, vigoroso, dinámico, técnico, agresivo: el tipo que busca la selección nacional”. A los más técnicos los llaman “gacelas”; a los más potentes, “panteras”.
El sueño de los pibes de los bainleues de gambetear el desempleo, la precariedad laboral, el mote de delincuentes o yihadistas, es el mismo sueño que embarca a veces a familias enteras. El sueño de “valer” 100 millones de euros, como ese pequeño Kylian que jugaba con ellos en las canchas del barrio hace unos años.
Quieren creer en la promesa de ese mural con la imagen de Mbappé: "Bondy, ciudad de posibilidades".
Pero solo algunos llegan a la Ligue 1. Muchos menos a la selección, aunque en Rusia 2018 habrá jugadores que salieron de los potreros de los suburbios representando a Marruecos, Portugal, Túnez y Senegal. ¿Campeón multirracial?
La selección del 98, la que salió campeón en el Stade de France, iluminó el slogan de la “Francia unida y multirracial”. Los hijos del Magreb o el África subsahariana eran “mimados” por la prensa y “tolerados” por las élites. Aunque muchos de ellos no querían cantar La Marsellesa, porque siguen desconfiando de la Francia colonial.
Y les sobraban motivos. Afuera de la cancha, y adentro también. Como demostró el escándalo que reveló las maniobras de dirigentes de la federación (FFF) de limitar el número de jugadores de ascendencia árabe y africana en las academias de formación. Lo sufrían en carne propia los jóvenes que no podían probar que sus padres habían vivido cinco años con regularidad en Francia.
Sin embargo, cuando se acercan los mundiales la Ciudad Luz, como llaman a París, volverá a apelar a lo que cada día intenta mantener en las sombras. Los genios de la pelota que bajan de los monoblocs que hacinan a las familias en los banlieues.
Son los hijos de los refugiados de la Francia imperialista.
Los necesitan para intentar ocultar, tras la camiseta “blue”, el racismo y el clasismo de la “república”. Para distraer, si es posible, del brutal ajuste con el que Macron intenta avanzar sobre la poderosa clase trabajadora, esa que este 28J volvió a parar y movilizarse, en muchos lugares acompañados por los estudiantes que rechazan los planes del gobierno. Si suman a la lucha a los trabajadores y trabajadoras inmigrantes ("les sans papiers") y los jóvenes de los que habla esta crónica, no habrá quien pueda detenerlos. Lo que quedará después de esos 90 minutos
¿Quién ganará? ¿La genialidad de Mbappé o la de Messi? ¿Macri o Macron? ¿“Nosotros" o "ellos”?
Quizás en la cancha Mbappé y sus amigos no sepan que detrás de las camisetas argentinas hay otras historias, no iguales pero quizá parecidas. Aunque hoy cada uno de esos 22 jugadores valgan millones. La de Ángel Di María, que Central se lo llevó de un potrero del barrio El Churrasco de Rosario por las 26 pelotas que pidió su club. O el ahora héroe Marcos Rojo, que su padre lo llevaba a entrenar después de vender churros o flores en las calles de La Plata, pero tuvo más suerte que sus primos que mató la policía porque nunca llegaron a primera. O Banega, que en las inferiores compartía los botines con sus dos hermanos porque en casa de albañiles no había para tres pares. En los mismos barrios rosarinos donde los pibes se debaten entre ser trabajadores precarios, soldados narco o triunfar en primera.
Este sábado, después de los 90 o 120 minutos en el Kazán Arena, solo cambiará el equipo que pasará a cuartos de final. Pero el resto de las cosas permanecerá igual. El fútbol seguirá siendo un juego hermoso. Las clases sociales y la opresión racial también seguirán siendo las mismas.
A lo sumo que “les hagamos partido”. Pero para eso no valen las patrias ni las camisetas.
(Publicado en La Izquierda Diario) |