"Aboud, un niño de 13 años, me dijo: cuando vuelvas cuenta nuestra historia. Eso es lo mejor que puedes hacer para apoyar la lucha por la libertad del pueblo palestino".
He nacido en Israel.
Si algo agradezco a mi madre y a mi padre es haberme sacado de aquel lugar, por haberme salvado de un país atroz y bélico. Allí mi futuro, como el de la mayoría de las personas que nacen y que viven en Israel, iba a estar marcado por un conflicto, por una guerra, por armas, por bombas, y por odio, por mucho odio.
El conflicto palestino israelí fue siempre un tema muy hablado y discutido en mi casa, y yo he crecido dentro del rechazo a ese conflicto, conociendo una parte del mismo, y desconociendo la otra. El inevitable sentimiento de injusticia, de falta de identidad y de repudio hacia el país donde nací, provocó en mí el deseo de conocer aquello con lo que trataban de acabar unas políticas de ocupación y asesinato.
Y así fue: en agosto del 2015 pasé 15 días en el campamento de refugiado de Aida, en la ciudad de Beit Lehem, Belén. Durante esas dos semanas tuve el placer de conocer en persona a la gente que vivía allí y las condiciones en las que lo hacía. Fui monitora de un campamento urbano que no estaba dentro de los muros del campamento de refugiados, pero al que iban las niñas y los niños del mismo.
Una de las normas del lugar era: no puede entrar aquí ningún israelí. Huelga decir que mantuve bajo secreto mi origen y mi nombre. El miedo que sentía era constante, pero eran más las ganas y la esperanza de intentar reconciliar a palestinos e israelíes, o al menos de demostrarles que no todos deseamos la desaparición de su pueblo. Tenía 15 días para manifestar que yo también luchaba por la causa de los refugiados palestinos.
Eran las siete de la tarde del 2 de agosto del 2015. Mientras jugábamos al escondite en el patio del colegio, empezaron a picarnos los ojos y empezamos a toser, apenas podíamos ver, ni respirar. Lo que sí hicimos fue oír: militares israelíes disparaban al aire y lanzaban gases lacrimógenos. Del colegio comenzaron a salir todos. Recogieron piedras y las lanzaron contra los soldados. Mientras tanto aún sonaba la música que habíamos puesto.
Desaparecieron las sonrisas de nuestras caras. Pasamos miedo, yo pasé miedo, e impotencia, mucha impotencia. Tanto que lloré. El deseo de parar aquello, de ponerle freno, de conciliar ambas partes, de acabar con una guerra que duraba ya demasiados años y que había matado ya a mucha gente inocente me inundaba. En aquel momento solo fui capaz de pensar una cosa con claridad: si me hubiera quedado en Israel podría haber sido uno de esos militares que disparaban.
Ese viaje tuvo muchas experiencias en las que realmente temí por mi vida, pero sentía constantemente que mi labor era demostrar que somos muchos los que no queríamos más aquel conflicto, aun habiendo nacido donde habíamos nacido. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, la gente del campamento de refugiados nos hizo entender que la impotencia que sentíamos era normal, pero que aquella no era nuestra lucha y que no necesitaban nuestra ayuda. Nuestro campo de batalla estaba en nuestros hogares, y sus hogares eran su campo de batalla, y no el nuestro. Allí no teníamos mucho que hacer, más que observar y aprender.
Las niñas y los niños del campamento de refugiados de Aida me enseñaron que nuestra labor en el mundo no es acabar con esa guerra, eso no es posible. Nuestra labor era aprender a ganar las batallas que se libran en nuestro entorno, y en nosotros mismos.
Aboud, un niño de 13 años, me dijo: cuando vuelvas cuenta nuestra historia. Eso es lo mejor que puedes hacer para apoyar la lucha por la libertad del pueblo palestino.
En la parte del muro cercana al colegio había un dibujo. Era la cara de Leila Khaled, militante palestina, conocida por ser la primera mujer en secuestrar un avión en el año 1969. Actualmente es miembro del Frente Popular para la Liberación de Palestina. A su lado se leía una frase: DON’T FORGET THE STRUGGLE.
Es imposible parar una guerra y es imposible salvar al pueblo palestino, pero es posible conocerlo, entenderlo y sufrirlo, tomar de él su lucha y su esperanza para traerlo a nuestros espacios y reivindicar sus derechos. Es posible, en definitiva, no olvidar. Aprendí que hay cosas con las que ni siquiera una guerra podría acabar: la fuerza de un pueblo unido que nos quiere defendiendo la paz y la libertad que se merece, allá donde vayamos.
El 5 de octubre del mismo año Aboud fue asesinado de un tiro en el corazón por soldados israelíes. Hice caso a Aboud, y por eso estoy aquí, escribiendo esto para pediros a todos que luchéis contando esta historia, vayáis donde vayáis, para que algún día, cuando todos la conozcan, impidamos que la atroz y bélica Israel, siga asesinando a los niños que me enseñaron a no olvidar la lucha.
Fuente: Rebelión |