El pretor era una figura muy importante en el sistema de gobierno de los romanos. En tiempos de la república sus funciones se limitaban mayormente a las de magistrado, pero durante el imperio, a partir del mandato de Julio César, los pretores fueron también administradores imperiales en las provincias dominadas por Roma, llegando a detentar enorme poder.
No sólo impartían justicia, también mandaban y ayudaban a controlar y a someter a la población. Se trataba, por tanto, de un funcionario que juntaba la labor judicial con la política, sobre todo cuando había que controlar a los dominados.
En el sistema político de Estados Unidos no existe la figura del pretor. Ni siquiera se dispusieron a nombrar pretores cuando, a partir de 1898, la república nacida de la lucha contra los británicos se transformó en imperio colonial. Contrario a los romanos, a sus colonias mandaban jueces –responsables de "impartir justicia"– junto a gobernadores que detentaban el poder político. Eso ocurrió con Puerto Rico durante exactamente medio siglo. A partir de 1948, cuando nos "concedieron" el derecho a elegir un gobernador, ya no nos enviaron más gobernadores, pero siguieron mandando jueces. Todavía lo hacen. Ahora mismo tenemos diez jueces en funciones enviados desde Wáshington, sin contar los llamados "seniors". Como ocurre desde 1898, son personas designadas por el presidente estadounidense, confirmados por su Congreso y luego enviados a impartirnos justicia aunque el pueblo puertorriqueño nunca ha participado de alguna manera en su selección. Como vemos, seguimos con el mismo sistema que regentó Julio César hace casi 2,200 años. Los nombra el emperador y los confirma el senado.
Alguien dirá que hay una diferencia importante porque Julio César nombraba pretores (con doble función) mientras que los presidentes estadounidenses, después de 1948, se limitan a nombrar magistrados. Aunque éstos están a cargo de asegurarse que nosotros cumplamos las leyes que allá legislan sin consultarnos, lo que los convierte en garantes del dominio imperial, realmente hay una diferencia importante entre un magistrado puro y un pretor. Así es en el papel, es decir, no se supone que los magistrados federales se comporten como pretores incursionando en el campo político. Pero hay algunos que todos los días se olvidan de las limitaciones de su encomienda. Los hubo en el pasado y los hay ahora.
Entre los magistrados-pretores del pasado sobresale la figura de Robert A. Cooper, aquel juez federal que complementó sus funciones judiciales con las de fiscal para lograr una condena de cárcel contra Pedro Albizu Campos. En los últimos tiempos la figura más sobresaliente entre los que actúan como pretores es la de José A. Fusté. Este señor está continuamente a la caza de la ocasión que le permita emitir sentencias o condenas críticas de cualquier renglón de la vida puertorriqueña para tratar de evidenciar la superioridad de la vía romana, digo, norteamericana.
Que este pretendido pretor federal sea puertorriqueño no es algo que sorprenda. Fue precisamente en Roma, la imperial, donde se descubrió que la concesión de la ciudadanía a la población de los territorios conquistados era un mecanismo muy útil para lograr obediencia y mantener control. Así los pueblos invadidos –convertidos en ciudadanos– se sentían "parte" del imperio y el control sobre ellos se hacía más efectivo. Por eso hasta hubo muchos colonizados que recibieron nombramiento de pretores convirtiéndose en defensores y promotores de los objetivos imperiales.
Fusté, igual que Juan Pérez Giménez y algunos otros, se siente y actúa como pretor, pero para entender su comportamiento tal vez no debamos ir tan lejos como el mundo romano, sino acudir a un escrito mucho más reciente, uno que ni siquiera tiene un siglo de viejo. Me refiero a un ensayo de Albert Memmi publicado en 1957 con el título "Retrato del colonizado". Entre las descripciones y aportaciones de ese trabajo, destaca la visión patética del nativo que quiere ser como el colonizador o, más bien, pretende que el colonizador lo acepte como uno de ellos. Para alcanzar su objetivo recurre al comportamiento típico del converso que exagera el nuevo credo adoptado tornándose más recalcitrante y fundamentalista que los demás. Como de ordinario el colonizador rechaza al nativo, considerándolo inferior, el colonizado que pretende ser aceptado lo rechaza aún más. Así cree que facilita su tránsito hacia arriba pero, como señala Memmi, pocas veces lo logra porque el desprecio que lanza sobre su gente también lo arropa o, al menos, lo salpica.
A lo largo de su estadía como magistrado-pretor, Fusté ha lanzado muchas diatribas contra los puertorriqueños, y en más de una ocasión ha señalado, desde el encumbramiento federal, que nuestras instituciones le dan vergüenza. Difícilmente exista un área de la vida pública puertorriqueña contra la cual no haya despotricado desde su estrado, aunque los sistemas de justicia y educación son sus preferidos. No se trata de un esfuerzo crítico serio, necesario en toda sociedad, que de ordinario se da en Puerto Rico, sino diatribas lanzadas desde un pretendido Olimpo que no es tal, por un individuo a quien nadie le ha asignado la tarea de reformar nuestro gobierno. Esa función tampoco está entre la descripción de deberes de un magistrado, aunque sea federal, a menos que se considere la versión boricua del pretor imperial que los césares mandaban a las colonias.
Fuente: Claridad |