“Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente.” José Martí
Hay dos Norte-américas estadounidenses. En una solo reina el poder del dólar, en la otra impera la fuerza de la dignidad. La primera sirve nada más al vil reino del billete, y la otra a toda la especie humana.
La una ha sembrado con destrozados cadáveres de niños las tierras de Asia, África y América Latina; la otra ha ofrendado las vidas generosas de millares de sus mozos, caídos en España, Guadalcanal, Sicilia o Normandía, para defender la subsistencia misma del hombre ante el despotismo nazi-fascista y el del militarismo nipón. Ésta (la de los jóvenes soldados, muchas veces proletarios o campesinos) libera de verdugos el campo de exterminio de Mauthausen; y aquella (la de los opulentos magnates como los Ford y los Bush) publicita los “Protocolos” antisemitas, recibe condecoraciones del Führer y apoya económicamente al Tercer Reich.
Una prueba excelente del contraste entre ambas Norte-américas, la hallamos en el teniente William Calley (exterminador masivo de civiles en Vietnam), y en Hugh Thompson Jr. (su némesis).
El primero se lanzó muy bravío contra civiles indefensos y se dio gusto aniquilando todo lo que se movía en la aldea campesina de My Lai. El segundo, viendo desde su helicóptero cómo en tierra sus compatriotas asesinaban ancianos, mujeres y niños, interpeló duramente por radio al genocida: “¡Ésos son seres humanos!” Y ante la clásica respuesta: “Cumplo órdenes”, hizo aterrizar su aparato entre los desaforados asesinos y un grupo de aterrados agricultores, a los que protegió ordenando a su equipo: “Si cualquiera de esos bastardos me dispara a mí o a esas personas, ¡fuego contra ellos!” Y desafiando a un oficial superior quien pretendía seguir con la matanza, rescató a esos paisanos. Gracias a él se detuvo luego el perverso asesinato masivo.
Entonces pretendieron condecorarlo y utilizar sus acciones como propaganda para encubrir la atrocidad (“su sano juicio incrementó grandemente las relaciones vietnamita-americanas en el área de operaciones”); pero él rehusó la medalla y denunció rigurosamente los hechos. En USA recibió críticas, amenazas, e incluso intentos de corte marcial. Pero nunca renunció a la rebeldía, salvando así el honor de su Patria. Más tarde visitó de nuevo My Lai, en donde abrazaría emocionado a algunas de las aldeanas salvadas por él, y participaría en la dedicación de una escuela primaria. Cuando finalmente perdió la batalla contra el cáncer, toda la humanidad lo honró por su bravura al desafiar las órdenes, junto a sus valientes copilotos. En cambio Calley, el “obediente”, quedó en el oprobio perpetuo… Norteamérica necesita menos personas serviles al capital, como ese matarife con galones al hombro, y muchísimas más de estirpe insurrecta, como Thompson.
“Los pueblos que han sido muy criminales, necesitan, para ser felices, lavar con alta grandeza sus pasados crímenes” (Martí). Quizás toda la grandeza necesaria para enjuagar si quiera una pequeña parte de tantísima sangre derramada por Washington, se halla en el alma de Ana Montes, estadounidense-boricua, quien sin haber exigido absolutamente nada de Cuba (ni siquiera gratitud) resiste estoicamente desde hace 15 años un aislamiento digno de Hannibal Lecter, por ayudar a la Isla a sobrevivir al poderío del espionaje imperialista.
Ana no reclamó nuestros dineros, ni tampoco aspiró a nuestras medallas y glorificaciones. Muy pocos le han dado aún las gracias públicamente en Cuba, aunque por suerte ya hay quienes lo hacen. Pero ella hizo lo que hizo por una sola razón: en su alma se encarnaba el ideario de Betances, aquel médico abolicionista boricua quien entendía que cubanos y puertorriqueños son hermanos, tanto en la desgracia como en la Independencia. Y también en su corazón habitaban las doctrinas del Maestro Martí, quien se consumió en la viva llama de la lucha para “impedir (…) la anexión de los pueblos de nuestra América, al Norte revuelto y brutal que los desprecia”.
Hay en el ideario de la Montes enseñanzas que también se remontan mucho más atrás en el tiempo. En su discurso ante el tribunal, Ana declaró: “El principio de amar al prójimo tanto como se ama a uno mismo, resulta una guía esencial para las relaciones armoniosas entre todos nuestros países vecinos”. Ella se rebelaba para que ese pequeño vecino caribeño de USA, Cuba, no sufriera más el Terrorismo de Estado procedente del Pentágono y del Gobierno yanquis. En esa “Regla de Oro” judeo-cristiana y aún confuciana, que aquí ella enuncia como la base y fundamento de la política internacional, se nos recuerda a otro compatriota suyo ejecutado por traición, quien también aplicó ese viejo axioma ético ante las Cortes judiciales: John Brown, un paradigma de “la buena Norteamérica”.
Tras su fracaso en liberar a los oprimidos del sur esclavista, él rehusó muchas de las imputaciones comentando:
“Nunca intenté el asesinato, o la traición, o la destrucción de propiedad, o excitar e incitar a los esclavos a la rebelión, o a hacer insurrección.” “Si yo hubiera interferido a favor del rico, el poderoso, el llamado “grande”, o a favor de alguno de sus amigos (...) todo hubiera estado bien, y todo hombre en este tribunal hubiera considerado ese acto como digno de recompensa antes que de castigo.
“Veo un libro besado aquí que supongo sea la Biblia, o al menos el Nuevo Testamento. Éste me enseña que todo lo que quiera que los hombres hagan conmigo, lo haga yo con ellos. Me enseña, además, a “recordar a aquellos que están en cadenas, como si estuvierais en cadenas junto con ellos.” Yo procuré llevar a cabo esa instrucción.
Soy muy joven todavía para comprender que Dios diferencie entre las personas. Creo que mi acto, tal y como lo he admitido libremente, fue a favor del pobre y despreciado, y no estuvo mal, sino bien. Ahora, si fuera necesario que yo consumiera mi vida por el cumplimiento de los fines de la justicia, y que mi sangre se mezclara con la sangre de mis hijos y de los millones de esclavos en este país esclavista, con la de aquellos cuyos derechos son despreciados por explotaciones malvadas y crueles, pues bien, me someto: ¡Que así sea!”
Ana Montes y John Brown. Ambos violadores de la ley; ambos condenados por traición; ambos rehusando dañar a su propio pueblo; ambos prefiriendo la causa del oprimido a la del millonario; ambos citando la Regla de Oro en su juicio; ambos rebelándose contra el abuso cometido en nombre de su propia Patria y aceptando su destino con valentía. Los dos, dignos revolucionarios de la segunda Norteamérica, ésa que también es nuestra, pues como diría el Apóstol: “Juntarse: ésta es la palabra del mundo.” Insurrectos de ese pueblo estadounidense que es bienvenido desde el Bravo a la Patagonia, en la América una y única de Eugenio María de Hostos y de Maceo, a la cual los “gringos buenos” aman también. En cambio, a la otra Norteamérica, la de los Bush y los Calley, la detendremos como la detuvo Sandino. Cuando los marinos yanquis comenzaron a bombardear aldeas, quemar chozas, profanar cadáveres, saquear y violar, asesinando a troche y moche, aquél les respondió con bombas caseras y machetes, más las armas quitadas al enemigo, hasta que seis años después éste debió retirarse humillantemente. Y si el prócer nicaragüense dijo: “Nuestro espionaje siempre fue y sigue siendo superior al de los mercenarios” (debido a que no se basa en pingües honorarios, sino en principios éticos bien firmes), pues sin temor, como cubano yo me siento orgulloso de que mi país le haya clavado a los gringos una agente en medio del Pentágono, para desbaratarles sus planes de invasión contra nuestra Patria.
¿Qué les pasó a la CIA y compañía? Tantos millones de dólares, tecnologías sofisticadísimas, súper-satélites, equipos que parecen de Marte… y con todo y eso, la pequeña y subdesarrollada Cuba supo cómo pararle por largo tiempo los tentáculos al Monstruo, ¡gracias al coraje de una sola mujer! Una de la cual dijo un gran amigo al oír su biografía: “Su valor me recuerda al de Lolita Lebrón”. Sí, al de aquella espartana cuyas raíces Ana Belén Montes comparte, y la cual gritara ante la aristocracia opresora y foránea: “¡No vine a matar a nadie, sino a morir por Puerto Rico!” Ésa que en la cárcel vio fallecer a sus hijos, sin cejar nunca en la perenne lid a favor de la independencia de las Dos Antillas. Se critica el que la lucha de Ana fuera silenciosa. ¿Y qué querían? No todo terrorismo (y menos el promulgado por un Estado que acapara todos los recursos bélicos y de espionaje en el planeta) puede combatirse en todo tiempo y en todo momento con actos y palabras invariablemente abiertos y al desnudo. Concordarían con ello desde el más sabio de los estrategas militares antiguos como Sun Tzu[1], hasta el último gran libertador americano que fue Martí[2].
¿Quería el vecino formidable contra quien luchaba nuestro Apóstol, imponernos una guerra sanguinaria y sangrienta? Pues no pudo, porque tuvimos acá un gran jefe militar: Fidel Castro Ruz. Sun Tzu dijo cientos de años antes de Cristo: “Sólo un gobernante brillante o un general sabio que pueda utilizar a los más inteligentes para el espionaje, puede estar seguro de la victoria.” Tras pisotear Cuba a su gusto, de pronto los yanquis tuvieron ante ellos a un inesperado Comandante en Jefe de talla latinoamericana, quien supo cómo derrotarlos antes de que nos atacaran, aún sin sonar las balas, usando la información secreta que recibimos de Ana para ganar de antemano la batalla.
Quizás el sabio uso de ese contacto en el Pentágono, ese bofetón de Fidel al enemigo (golpe maestro que por suerte sale más y más a la luz cada día, como homenaje tanto a esa arriesgada agente nuestra como al estratega cubano), posibilitó la independencia de la República de Cuba por los próximos cincuenta años, como mínimo.
De modo que Ana Montes es un descalabro más del imperialismo yanqui en América, tal como lo fueron otrora la derrota militar y posterior fusilamiento de William Walker (belicoso filibustero gringo, anexionista y proesclavista, destructor de ciudades), o su catástrofe de Playa Girón. Ella fue incluso más allá de la protección de la soberanía cubana, y ha sembrado nuevas semillas de adhesión entre Cuba y Puerto Rico, las dos alas de la misma ave. Pues al arriesgarse por la Perla de las Antillas, la compañera lo hacía también por la independencia de su Borinquén ancestral ante nuestro único enemigo común.
Ana Belén no fue antinorteamericana, sino que ella (estadounidense, cubana, puertorriqueña, o mejor AMERICANA) supo trascender las fronteras de Estados Unidos, buscando paz entre las naciones: el fin del conflicto entre el abusivo Gigante y la soñada confederación antillana. Sobre la necesidad de la armonía entre los pueblos del norte y el sur de las Américas, a ella la Historia día a día le da cada vez más y más la razón, con cada nuevo gesto en el cual se hermanen los hombres o mujeres fraternos, tanto de la enorme República formada por los Founding Fathers, como también de aquellas patrias más pequeñas, pero con igual derecho a la dignidad, surgidas de la espada independentista de Bolívar. Con la caída a diario de absurdas barreras entre cubanos y estadounidenses, también a diario podrá Ana repetir como suyas las palabras de John Brown: “Creo que mi acto, tal y como lo he admitido libremente, fue a favor del pobre y despreciado, y no estuvo mal, sino bien”.
Ella supo ponerse al lado de los necesitados, de sus hermanos en la Isla-hermana, en aras de evitar las guerras, destructoras de generaciones. Ella ayudó a la armonía cubano-estadounidense desde una posición inesperada: el trabajo secreto.
¿Un “espía” puede ser “humanista”? ¿Un “espía” puede ser “pacifista”? Sin dudas. Todo depende de si se trabaja como mercenario oculto y agresivo para los opresores del mundo, o como luchador silencioso y defensivo para los oprimidos; a favor de la Norteamérica del Ku-Klux-Klan y la Escuela de verdugos en Fort Benning, o la de Martin Luther King y Lucius Walker. Quien luche a favor de esa segunda USA y por la auto-defensa de todas las Américas o todos los rincones del orbe, aunque lo haga en el secreto, puede ser amplio de miras, profundo, resistente, desinteresado, altruista, modesto, intrépido... Como Ana.
Concluyendo: no todos los días nacen personas como esa compañera. Ella puede ayudarnos a todos a pensar con un espíritu de abnegación y una valentía, que a veces suelen olvidarse, en estos tiempos de consumismo y ofuscación mental.
Aprovechemos su presencia, que “Escasos, como los montes, son los hombres – y las mujeres - que saben mirar desde ellos, y sienten con entrañas de nación, o de humanidad” (José Martí).
[1] “Entre los funcionarios del régimen enemigo, se hallan aquéllos con los que se puede establecer contacto (…) para averiguar la situación de su país y descubrir cualquier plan que se trame contra ti.” [2] Quien escribía el día antes de su muerte en combate para impedir la expansión de USA en las Antillas y América: “En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas”. |