La primera vez que oí la imagen del “huracán”, aludida en el sentido de fuerza revolucionaria y reconstructora, fue en el teatro de la universidad en la voz de Juan Antonio Corretjer. “El que viene –o vino– como un huracán”, clamó, refiriéndose a la energía sísmica que proyectó, y aún proyecta en cuanto mito redentor, Pedro Albizu Campos. Quisiera emplear esa imagen para dirigirla esta vez a otra figura histórica de semilla y flor, de esas que emergieron de la luz de los relámpagos: Eugenio María de Hostos. Porque, de los próceres de América de la segunda mitad del siglo XIX, Hostos fue, sin duda, uno de los más grandes reconstructores.
La razones que podemos enumerar para demostrar esa grandeza recreadora en Hostos son múltiples. En primer lugar, su construcción de la idea misma de la unidad de las Antillas que se amasó como el pan entre los revolucionarios de la segunda mitad del siglo XIX y que alimentó los ímpetus de la emigración y los exiliados, abonando y robusteciendo incluso las armas sublimes de una figura histórica inmensa como lo fue y es José Martí. Segundo, la reconfirmación de la imborrable e insuperable gesta de Bolívar que, como canción de gesta proclamó Hostos al apenas llegar a tierra colombiana en su prolongada travesía al sur americano. También podemos incluir entre estas razones esa consagración de toda su vida a la causa de la independencia de las Antillas, y de toda América. Y su clara concepción de que la independencia de las Antillas era más un medio que un fin, al que tenía que seguirle la construcción de sociedades de ciudadanos y países libres. Además, cabe incluir su temprana conclusión formulada en Lima, de que la segunda independencia de los países todos de América era perentoria e inaplazable, ya que observó allí, rodeado de la ortodoxia regurgitada de las iglesias y conventos, de la explotación del inca marginado y del desprecio y esclavitud del chino, cómo la colonia había logrado sobrevivir a la independencia.
No tuvo pausa ni hizo concesiones en su búsqueda incesante y reconstructiva de los medios e instrumentos para alcanzar esa libertad continental, la de Nuestra América, ya fuera por asociación con instrumentos políticos afines, ya fuera por las armas, ya fuera a través de la educación, ya fuera a través del derecho que apenas se erigía y clarificaba entonces, ya fuera despertando la fuerza viva de la sociedad civil. Su desarrollo de una filosofía americana y de un pensamiento científico dirigido a la comprensión de nuestra realidad y a la edificación de los cimientos que hicieran posible, en todas partes, la construcción de sociedades libres, fue el norte de su brújula. Del mismo modo, el paciente y constante examen crítico de sí mismo dirigido a la inclaudicable e insobornable dedicación al deber de los deberes.
Hostos puso su vida al servicio de esos objetivos con la más completa abnegación. Toleró la indigencia; el rigor inmutable del frío nevado en Nueva York; la falta de recursos para transportarse del puerto de El Callao a la ciudad de Lima; el pobre alojamiento; el hambre; la dignidad con la que rechazó auxilios; la navegación en tercera clase, junto a los animales y los indios con los cuales compartió y con los que fue capaz de regocijarse en sus fiestas; los ataques incesantes de los poderosos; la tentación de almohada mullida de los amores; los atentados; los fracasos; la lucha contra el resentimiento… A todo respondió con la claridad visionaria de su pensamiento y de su dedicación.
Denunció todas las injusticias: se convirtió, a sí mismo, en el más colombiano de los colombianos malheridos, en el más peruano de los peruanos colonizados, en el más cholo de los cholos empobrecidos, en el más inca de los incas explotados, en el más gaucho de los gauchos marginados, en el más esclavo de los esclavos oprimidos, en el más antillano de los antillanos desposeídos. A los colombianos les urgió a proclamar y mantener la necesidad de independencia de un canal aun dormido en el sueño. A los peruanos, trenes que fueran de los Andes a la costa. A los cholos la incorporación del hombre natural de nuestros pueblos para participar de la riqueza. A los incas su agenda en el derecho. Al gaucho el reconocimiento de su dignidad. Al esclavo, su derecho a la libertad. Al antillano la construcción de los puentes de una nacionalidad compartida y libre de opresiones.
A la mujer chilena, y a la de todas partes, Hostos reclamó la absoluta igualdad de los sexos. A los pueblos del continente Hostos propuso la integración a través de trenes trasandinos, la navegación de los ríos, la concertación de acuerdos comerciales y políticos, la defensa común contra las agresiones imperialistas, la hermandad que impidiera el azote de pueblos como el de Paraguay, la gestación de pueblos que partieran de ellos mismos para forjar un porvenir. Por eso, plantado en suelo de Argentina, Hostos pudo vislumbrar el beneficio providencial del que gozan los pueblos que tienen tareas y mundos por crear. Acosado por una moral diariamente encendida y demandante, Hostos fue capaz de expandir su energía sembradora por todo un continente.
Cuentan que a su regreso a Puerto Rico en el 1898, cuando intentó, incentivado por Betances, influir en los acontecimientos para dirigir las marejadas hacia el reconocimiento del derecho de autodeterminación y de la libertad inalienable de nuestro pueblo, Hostos se expuso, en una ocasión, a descubierto, ante las fuerzas de un huracán que azotaba al país. A las reconvenciones de su esposa Inda, que clamaba porque se pusiera a resguardo del peligro, Hostos le respondió que le permitiera disfrutar el espectáculo. Pocos seres humanos pasan por la vida con la herencia y la unción del huracán.
Fuente: 80grados
|