El 2016 que apenas comienza depara para Puerto Rico un camino inédito e impredecible que tiene el potencia de alterar el orden tradicional de las cosas. Dos eventos cumbres encabezan este itinerario: la noticia oficial de la que la isla incumplirá parcialmente el pago de sus obligaciones (que totalizan unos $72 mil millones de dólares) y el anuncio que la Corte Suprema de Estados Unidos aceptó escuchar argumentos orales sobre dos pleitos que van a la médula de sus problemas.
El primero ha recibido abundante atención en los medios internacionales por el grado de incertidumbre que genera. El segundo encierra la posibilidad de que este Tribunal mediante sentencia ratifique lo que el Procurador General de Estados Unidos, Donald B. Verrilli ya sometió por escrito ante la curia: que la isla es un territorio no incorporado y que, aunque ha disfrutado de cierta autonomía concedida mediante legislación, permanece bajo la autoridad plena del Congreso, en virtud de la Cláusula Territorial de la Constitución estadounidense. Ambos eventos alteran el modo habitual de interpretar el vínculo político y los modos de articular respuestas, bien sea desde la oficialidad o desde la ciudadanía, sobre todo cuando el piso sobre el que descansa la complacencia colonial se esfuma. Para los cobardes, ausentes resquicios que los refugien, ya no queda dónde esconderse.
Puerto Rico habita por siglos un curioso cruce de caminos en el Caribe que ha determinado las maneras de asumir su destino, siempre bajo la autoridad de algún imperio pero digerido con amplias dosis de imaginación. Primero fue la puerta marítima al imperio español en América. Más tarde, estación carbonera de la marina estadounidense. La neurosis es severa. Una veces se reconoce como isla caribeña y otras se piensa como apéndice de Estados Unidos en virtud de poseer la ciudadanía de aquel país. La identidad siempre está en juego y el temor refuerza la resistencia a desplazarse de la comodidad. Para ello siempre ha desplegado ficciones que soslayen las contradicciones y produzcan frágiles sentidos de seguridad. Estos proyectos de imaginación (la frase es de Miguel Rodríguez Casellas) no conocen límite ni frontera.
La primera mitad del siglo veinte de la nueva colonia militar discurrió en un intento amplio de americanizar a los nuevos súbditos que se resistieron hasta malograr dicho conato. Acabada la Segunda Guerra Mundial se desplegó la segunda maniobra para maquillar la colonia en 1952, pero esta vez con la complicidad de la clase política puertorriqueña: el llamado Estado Libre Asociado. Bautizado con este nombre en español y otro diferente y evocativo en inglés (“Commonwealth”), la criatura se presentó ante la Organización de Naciones Unidas quien la reconoció como vehículo de gobierno propio y la retiró de su lista de colonias. Esta puesta en escena de la ficción política como estrategia de control político fue más sofisticada y astuta, concitando apoyos institucionales mientras se ampliaban las instalaciones militares y se explotaban literalmente los recursos naturales.
Pero el mundo cambió y Berlín derrumbó el muro que la dividía, haciendo innecesarios los bombarderos con armas nucleares domiciliados en Puerto Rico. Y Osama Bin Laden se cargó las Torres Gemelas, Saddam Hussein expiró en el cadalso y el Estado Islámico provoca nuevos desafíos. Mientras tanto Cuba le canta gozosa su guaracha al mundo mientras Puerto Rico, devaluada como bastión militar y paraíso industrial, se acerca al final del aquel libreto, el de la colonia consentida.
El impago anunciado esta semana tendrá consecuencias impredecibles, toda vez que como territorio, la isla no puede invocar la Ley de quiebras federal que impondría un orden en el trámite del repago. Embargos a las cuentas del gobierno, cierres de las instituciones públicas y litigios de alta complejidad, incoados por los fondos buitres debidamente asentados en la isla, se multiplicarán a menos de que el Congreso se implique y evite un despedazamiento caprichoso de los bienes públicos. Renegociar con los acreedores es lo que se persigue pero los retos para alcanzar un acuerdo sin protección legal son enormes.
Los dos pleitos ante el Tribunal Supremo, uno para determinar si el gobierno de Puerto Rico puede legislar una ley de quiebra local y otro para determinar si sus tribunales pueden juzgar a alguien que ya ha sido juzgado a nivel federal apuntan al mismo asunto: la falsedad de la alegada autonomía concedida al ELA en 1952. Que sea este tribunal el que acepte ver estos dos casos es inusual (acoge menos del 1% de los pleitos que le remiten) y presagia que serán los jueces los que dictaminen aquello que el Congreso se ha negado a abordar. La Casa Blanca, mientras tanto, ha lanzado su órdago afirmando la subordinación del territorio, para descrédito de los que defienden la dignidad autonomista y sus arreglos “creativos” y “democráticos” (la frase es del gobernador Alejandro García Padilla)
Devueltos al consabido cruce de caminos, los puertorriqueños contemplan un panorama sin luces o bambalinas. Nada de ficciones. Una dosis franca de pura realidad. Pedro Reina Pérez es historiador y periodista. Twitter: @pedroreinaperez
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