Mi generación creció con el bloqueo comercial de los Estados Unidos de América hacia Cuba. Hoy, todos los países del mundo, excepto Israel y quien ha impuesto el bloqueo, reclaman que este se levante para dar paso a otra era de relaciones entre los dos países. Hay esperanzas de que ello ocurra.
Pero donde no parece haber movimiento ni perspectivas de cambio es con el otro bloqueo caribeño; con el bloqueo que se impuso a Puerto Rico desde 1898. Ese sí que ha tenido consecuencias devastadoras. Mucho más que un bloqueo comercial, ese nos circundó la capacidad de desarrollar habilidades y talentos para ser autónomos y autosuficientes, como suelen ser las personas adultas y los países. Nos bloqueó la posibilidad de conocer, de analizar, y de tener nuestra propia historia porque nos obligó a internalizar un relato generado desde el poder dominante. Nos aisló de nuestros vecinos caribeños y latinoamericanos, prohibiendo nuestra participación en los ámbitos de discusión y de accionar conjunto sobre preocupaciones comunes. Nos incomunicó con el resto del mundo, encerrándonos en la jaula territorial, de la cual nadie sale sin su permiso. Nos rodeó y tentó con medios y cultura chatarra; con fórmulas banales que embrutecen la razón y el espíritu. Nos alejó de la posibilidad de elaborar utopías, acuerdos y proyectos compartidos porque nos dividió tribalmente, apostando a que pasaríamos la vida disputándonos una fracción del poder corrupto y sin sentido que nos pusieron como carnada.
Ese bloqueo también impidió que pudiéramos alimentarnos de nuestro propio suelo, que diseñáramos ciudades en armonía con la topografía y las bellezas naturales que nos rodean; que tuviéramos sistemas de transporte adecuados a nuestras necesidades y realidades. El bloqueo se enriqueció imponiéndonos su comida residual, sus automóviles, sus diseños de casas y los onerosos patrones de consumo que hoy nos asfixian.
El nuestro ha sido también un bloqueo persecutorio de quienes han intentado confrontarlo. Carpetados, perseguidos, limitados en nuestras oportunidades de servir al país, somos muchos quienes hemos debido emigrar en algún momento de nuestras vidas para poder tener un espacio idóneo para desplegar plenamente las capacidades intelectuales y profesionales que tenemos. Podría argumentarse que ello es un símbolo de orgullo patrio, pero la realidad esconde dolores y heridas profundas en vidas marcadas por el prejuicio y la intolerancia que generó el bloqueo a la libertad de pensamiento y expresión.
El bloqueo a Puerto Rico sobornó las mentes y los corazones de cientos de miles puertorriqueños, seguramente buenos, pero sin duda, demasiado ingenuos. Ha sido un bloqueo mentiroso, que aduciendo ser una mano de ayuda en tiempos de necesidad, sometió al servilismo, a la impotencia y a la intermediación a buena parte de la población, encadenándola a una dependencia indigna y desmoralizante. Un bloqueo también rapiñoso, que defiende el derecho a la usurpación, la especulación financiera y la voracidad de buitres que devoraron ahorros y esfuerzos de muchos años y de mucha gente. Un bloqueo cruel, que nos somete a la inseguridad que generan las mafias del narcotráfico y de los negocios de ilícitos que sostienen la sociedad estadounidense. Un bloqueo despiadado, que mira hacia otro lado, habiendo constatado el sufrimiento cada vez mayor de una vida sin horizontes para la población puertorriqueña.
¿Por qué se sostiene este bloqueo centenario? ¿Qué venda densa se depositó sobre los ojos de nuestra población que impide superarlo? Buscando en los recovecos de mi mente concluyo que el nuestro ha sido un bloqueo consentido, un bloqueo que fue naturalizándose con el pasar del tiempo y con el acomodo progresivo de sectores intermediarios del poder dominante. Es momento de ruptura; de quebrar la ignominia y de liberar nuestra capacidad de ser, de hacer, de construir un nuevo Puerto Rico. Tenemos una extraordinaria base de talento, voluntad y capacidades para ello; precisamos juntarlas y poner el proceso en marcha. ¡Basta ya de bloqueo!
(Tomado de El Nuevo Día)
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