Para el sábado 12 de febrero estaba programada una marcha en apoyo a la Universidad de Puerto Rico.
Ese día mi esposa, María de los Ángeles, y yo teníamos un compromiso en Cayey de manera que adelantamos nuestro viaje para poder estar en la Plaza de la Convalecencia de Río Piedras –lugar de partida de la marcha–a las dos de la tarde. Lo logramos y tan pronto arribamos a la plaza comenzamos a recibir los abrazos solidarios entre compañeros y compañeras. Vi rostros del ayer, entre ellos el de una periodista que conocí en Nueva York y que hacía 30 años no veía.
Poco a poco se fue llenando la plaza de miles de personas. Hay que amar la Patria para saber lo que se siente ante una multitud de patriotas y de hombres y mujeres de buena fe. Al comenzar la marcha sentía los años en los pies, pero ya había decidido marchar todo el camino. Durante el trayecto sentía la energía de los jóvenes que bailaban y coreaban sin parar. Le decía a mi esposa que no me explicaba cómo podían pues en más de una ocasión mis pies tambalearon. Veía que hacía mucho sol, pero no lo sentía pues no me había dado cuenta de que detrás de mí venía un compañero que había conocido en México a finales de 1979 cuando éste era estudiante y que me tapaba del sol con un paraguas. El camino se alargaba y a veces mi esposa me pedía que me sentara en algún lado, pero protestando le decía que llegaría hasta el final. Eso sí, cuando los estudiantes detuvieron la marcha para sentarse por once minutos –un minuto por cada recinto– en el expreso Piñero, vi mi gran oportunidad para sentarme sin perder cara, pero enseguida comprendí que si me sentaba no podría levantarme. A cada ratito le preguntaba a mi esposa: ¿Falta mucho? El mucho no se hizo esperar y, por fin, llegamos a la meta que era la avenida frente a Plaza Universitaria. Preocupada por mí, María de los Ángeles me indicó que podríamos llegar al auto más rápidamente si cruzábamos a través de las torres de Plaza Universitaria, pero rehusé pues no me gusta parecer que me estoy escurriendo y preferí abrirme camino entre la gente aunque eso me tomaría un buen rato dadas las muchas gratas paradas para compartir abrazos y tomar fotos. De pronto miro hacia la acera frente a la Universidad y digo: ¡Vamos por ahí! y ese fue mi gran acierto.
Íbamos pasando casi frente al portón del Museo cuando un joven me pregunta: Don Rafael, ¿va para adentro? Pensando que se trataba de una broma, le contesté: ¡Si me buscas una macana, sí! De pronto me doy cuenta de que no era una broma pues veo que los que iban delante de mí estaban entrando a la Universidad. Miro al joven y le digo: Me tentaste, para allá vamos. Al cruzar el portón, sentí algo que al momento no podía comprender. Acababa de entrar a territorio libre en Puerto Rico. Decidimos, mi esposa y yo, descansar un poco en un banco frente al monumento de Hostos en el Recinto. Entre el grupo de personas que allí estaban, vimos a un compañero que parecía estar pendiente de nosotros todo el tiempo. María de los Ángeles tenía mucha sed y preguntó si alguien sabía dónde podía conseguir una botella de agua. Nos indicaron que la Biblioteca General estaba abierta y que allí había una fuente de agua, así que nos levantamos y caminamos hacia allá. El compañero y otras tres personas nos siguieron. Ahí nos dimos cuenta de lo que luego nos confirmaron: nos estaban escoltando, algo a lo que no estoy acostumbrado. Al salir de la Biblioteca nos preguntaron si nos íbamos, pero decidimos seguir hacia la Torre para unirnos a la multitud que se había reunido allí. En el camino nos topamos con un señor que nos dice: Este es mi hijo y me lo arrestaron. Miré al joven y no podía imaginarme cómo podrían arrestar a un jovencito como ese, que proyectaba tanta decencia y humildad. Era uno de los que no podría seguir estudiando si mantienen la injusta cuota. Me recordaba a muchos jovencitos inteligentes pero pobres que por su pobreza no podrían continuar estudiando, y a los jóvenes ricachones brutos que por tener dinero podrían estudiar en cualquier universidad.
Ya entre la multitud concentrada frente a la Torre, me encuentro con un líder estudiantil mayagüezano que me dijo que se sentía triste porque –según él– había defraudado a su compañeros de huelga ya que tuvo que irse a completar sus estudios de premédica en una universidad privada. Le contesté que la lucha no es de un día, la lucha es larga y, además, él continuaba involucrado en la misma. Ahí mismo se me acerca una simpática jovencita para anunciarme que yo era su abuelo, aunque no lo supiera. Ella así lo había decido cuando me conoció en una visita que hice al Recinto de Aguadilla. Por supuesto, me honra que sea mi nieta.
Al rato decidimos retirarnos y cuando iniciamos la marcha hacia el auto, se me acerca una dama y me pregunta con voz firme si alguien me acompañaba. Le contesté que mi señora y un compañero que iba al frente. Ella se unió a la “escolta”, con gestos casi militares. No habíamos adelantado mucho en nuestra retirada cuando nos topamos con un numeroso grupo de jóvenes que bailaban con una energía y un ritmo que solo los libres pueden sentir. Ahí es cuando realmente caigo en cuenta de que me encontraba en un territorio libre en Puerto Rico y entre hombres y mujeres libres. Fue una sensación que realmente no puedo describir, pero que jamás olvidaré.
Pero, de regreso a la colonia, un par de días después, cuelan a un tal Miguel Muñoz para sustituir al “presidente” de la Torre. Acaso no fue ese Muñoz, quien fungiendo como rector del Recinto de Mayagüez, metió al FBI en la casa de un joven estudiante por el “grandísimo delito” de protestar porque estaban cerrando la biblioteca antes de la hora señalada oficialmente. Sus primeras palabras luego de ser nombrado en el puesto –activar la Fuerza de Choque si los estudiantes continuaban con sus protestas– me recordaron al notorio Don Corleone, padrino de la mafia, cuando amenazaba a los comerciantes con enviarles sus gatilleros si no cumplían con los pagos a la mafia por “protección” .
Pero aquel 12 de febrero, detrás del portón de la Universidad, vi un pueblo que no se acobarda. ¡Pa´lante!
San Juan, Puerto Rico 17 de febrero de 2011 |