“Juro que viviré sin temor ni pusilanimidad, siguiendo sólo los dictados de mi conciencia, sin temor al ridículo, al qué dirán o a la opinión ajena. Si no fuera constitucionalmente valiente, me haré valeroso por la vía racional”. Lo prometió, en un cuaderno privado que nunca pensó publicar. La anotación es del primero de enero de 1962. Miguel Enríquez, tenía entonces 17 años.
Ya vivía conforme a lo que le dictaba su conciencia y por eso fue a juntarse con otros, también muy jóvenes, entre los alumnos de la Universidad de Concepción que querían hacer de Chile una tierra de justicia, libertad y solidaridad. Se acercaron a los trabajadores, a los pobladores, a otros jóvenes cuyas familias no podían costearles estudios superiores. Y en 1965 crearon el Movimiento de Izquierda Revolucionaria que pronto se convertiría en instrumento indispensable para la causa popular.
En 1967 Miguel asumió la Secretaría General de la organización y la dirigió hasta el día que libró su último combate.
El MIR había nacido en el centro de una década caracterizada por la prodigiosa rebeldía juvenil que en todos los rincones del planeta se empeñó por transformar el mundo y hacerlo a su manera, sin dogmas ni estereotipos, con la vitalidad, la frescura y el optimismo de quienes se sabían dueños del futuro. Eran tiempos en que muchos entonaban un nuevo himno revolucionario. “All you need is love”. Sólo necesitas amor, coreaban multitudes que se imaginaban capaces de conquistar el cielo.
El mundo era complejo y contradictorio. La Guerra Fría con su amenaza de aniquilación universal y la erección de bloques sometidos a rígidos patrones sectarios; las disputas entre dos potencias que reclamaban para sí la paternidad del socialismo y contaminaban con su antagonismo a las fuerzas progresistas; la rebelión de pueblos largamente silenciados que en África y Asia iluminaban la senda hacia una Humanidad nueva.
El Imperio estadounidense, entonces en el cenit de su hegemonía, mantenía indiscutido dominio sobre América Latina aunque enfrentaba el insólito desafío de una pequeña isla del Caribe. La Revolución cubana impactó con fuerza en un continente que Washington trataba cual traspatio seguro. En la izquierda tradicional, Cuba encontró cuestionamientos y sospechas; en la derecha y su amo foráneo, el odio vengativo; en la nueva generación, a émulos románticos y altruistas. Diseñar una estrategia propia y forjar instrumentos capaces de hacerla realidad era una misión tan difícil como riesgosa y necesitaba de una estirpe de constructores diferentes, capaces de pensar por sí mismos y actuar siempre guiados por auténticos sentimientos de amor. Así fue Miguel y así fue el MIR.
El MIR fue ejemplo de búsqueda perseverante de una ruta certera en aquel entorno enmarañado. Nació luchando contra la represión de un engendro demagógico fabricado por Washington para privar al pueblo chileno de una victoria que pareció cercana aún antes del 59 cubano. Creció, convencido de que el socialismo no sería “calco ni copia” sino “creación heroica”, bregando junto a los explotados. Con ellos, estuvo después, defendiendo el triunfo popular que llevó a la Moneda a Salvador Allende y esforzándose por hacer avanzar su proyecto renovador.
El Presidente mártir tuvo en Miguel siempre al aliado más sincero y desinteresado. Supo ver los riesgos que afrontaba el gobierno legítimo y advirtió los peligros provenientes de la traición y la inconsecuencia.
Anticipándose a la tragedia que se acercaba convocó al pueblo a la resistencia y a marchar “adelante con toda la fuerza de la historia”.
A partir del golpe militar del 11 de septiembre de 1973 fue alma y motor de la resistencia a un régimen que no conoció límites en su atrocidad. En la más dura clandestinidad, afrontando el terror y el desánimo, agrupó fuerzas dispersas y durante más de un año dirigió personalmente la lucha armada. Su hazaña, síntesis del heroísmo colectivo, fue prueba suprema de fidelidad perenne a los ideales y sueños que animaron su vida desde la más temprana juventud.
Los fascistas lo señalaron como a su peor enemigo. Contra él y su Partido crearon destacamentos especiales que los persiguieron con saña perversa. “El MIR no se asila”. Así de simple fue su respuesta.
La tiranía desató contra él una verdadera cacería. Finalmente, valiéndose de la tortura, la desaparición y muerte de militantes, el 5 de octubre lograron ubicar la modesta vivienda de la comuna San Miguel donde había hallado precario refugio. No era una fortaleza, pero el lugar fue sitiado por un nutrido contingente de agentes, fuertemente armados, incluyendo una tanqueta y un helicóptero, que atacaron sin cesar la casa donde resistía un hombre solitario. Sólo se atrevieron a entrar cuando ya Miguel no podía defenderse, yacía con diez balazos en el cuerpo.
Miguel, sin embargo, seguía causando pavor a sus cobardes asesinos. Secuestraron su cuerpo y sólo accedieron a entregarlo a su familia, que lo reclamó con insistencia, el día 7. Lo acompañaron al cementerio ocho familiares y un ramo de flores. Y centenares de esbirros, uniformados o con atuendo civil, mostrando, temblorosos, sus ametralladoras.
Se escuchó allí, entonces, la voz de una mujer valerosa: “Miguel Enríquez Espinosa, hijo mío, tú no has muerto. Tú sigues vivo y seguirás viviendo para esperanza y felicidad de todos los pobres y oprimidos del mundo”.
Cuarenta años después, nadie lo dude, Miguel sigue presente y estará con nosotros hasta la victoria siempre. |