Oscar López Rivera y sus amigos patriotas boricuas de Chicago que fueron sus compañeros de prisión, se fijaron un objetivo para el tiempo que permanecieran encarcelados. No solo resistir con dignidad, sino, aun más, hacer de su encarcelamiento un continuo ejercicio de mejoramiento personal en todos los órdenes. Por los frutos en ellos, es obvio que lo consiguieron, lo lograron con su perseverancia y sabiduría.
El pasado sábado 12 de abril, mi hermano César Hernández Colón y este servidor, compartimos con Oscar cuatro horas inolvidables, en la Cárcel de Terre Haute, en Indiana.
Para acudir al encuentro con Oscar, nos levantamos a las dos de la madrugada en Chicago y comenzamos el viaje en automóvil hacia el referido centro carcelario.
El recorrido es de cuatro horas y media de duración, íbamos medio dormidos, dando cabezazos a lado y lado, implorando por un café al estilo boricua, y no al estilo “americano”, que suele ser aguado.
Luego nos condujeron a la inmensa sala de visitas de los familiares. Una vez adentro, de inmediato nos impactó el perfil de los reclusos y sus familiares. En todo aquel paraninfo sólo había, como visitantes, una aparente familia (esposa, esposo e hija adulta) caucásicos. Más adelante, Oscar nos confirmó lo que era evidente, la joven mujer blanca visitaba al que obviamente era su esposo o compañero sentimental, que era mejicano, acompañada por su mamá y su papá. De ahí hasta afuera, no había en la inmensa sala ninguna otra persona blanca, que no fueran los guardias.
“La vida tiene razones que la razón no entiende”. Mientras esperábamos la llegada de Oscar, en un pequeñísimo espacio que tienen destinado para los encuentros de abogado- cliente, estuve pensando en el boxeador estadounidense Rubin “Hurricane” Carter. Me gustaba citar los casos de Hurricane Carter, como muestra de lo que puede provocar en un juez o en un panel de jurado cualquiera de los prejuicios humanos.
En ese pensamiento me hallaba imbuido cuando llegó la luz de su sonrisa, que iluminó el incómodo cajón de abogados y clientes en el que nos retorcíamos de incomodidad mi hermano César y este servidor. Era la presencia carismática de Oscar. Al primer cruce de miradas, nos pareció a los tres que nos conocíamos de toda la vida.
Oscar es un hombre culto, con más de cien créditos universitarios, y un buen lector de literatura diversificada. Es un hombre accesible, afable, campechano, con gran sentido del humor y envidiable gusto de vivir. Nos hizo sentir tan cómodos, que creo que me excedí en bromas y expresiones inapropiadas ante un ser humano que, teóricamente, todavía tiene una sentencia hasta el año 2026.
En un momento dado en que César le estaba relatando el acto que se lleva a cabo anualmente en Ponce, en la madrugada del 12 de diciembre, en honor a la patrona de la ciudad, la Virgen de La Guadalupe, con mariachis y cantos mejicanos de alabanzas, en un rapto de positivismo que no me es característico lo invité para que esté con nosotros en Ponce, el próximo año. La fuerza que me insufló su bondadoso estoicismo me llevó a tanto.
En un momento dado, con lágrimas en sus ojos, César le dijo:
“Usted es el hombre más libre que yo he conocido, libre de miedos, libre de rencores, libre de odios...”, con lo que le hizo una radiografía a su alma. Ese es Oscar López Rivera.
Todo lo relatado hace obvia esta pregunta, ¿por qué tiene que continuar preso un ser humano de estas características?
Contésteme usted, amable lector.
(Tomado de El Nuevo Día) |