Querida Karina, desde hace tiempo quiero hablarte del valor de escoger nosotros mismos el lugar al que queremos pertenecer. No le pertenecemos necesariamente a la ciudad o el país donde la vida nos lleva. Ni a la prisión donde estamos encerrados, como es mi caso.
Cuando en 1981 entré a la cárcel de Leavenworth, les dijeron a todos que yo era un “notorio e incorregible delincuente”. Mi único delito, sin embargo, era pertenecer a un grupo clandestino que luchaba por la independencia de Puerto Rico. Nunca fui convicto de asesinato y, hace poco, en la entrevista que me hicieron, juré que no hay sangre en mis manos. Si acaso, la que indirectamente provoqué que se derramara en Vietnam, peleando en una guerra en la que no creía, pero en la que defendí siempre a mi pelotón.
En los cinco años que pasé en Leavenworth viví terribles experiencias que nunca le he contado a nadie. Estuve recluido en la sección donde cumplían condena miembros de gangas peligrosas y el ambiente era tenso. En 1986 me trasladaron a la prisión de Marion, Illinois. La mañana en que llegué, el alcaide me dijo: “Bienvenido a Marion, que es el lugar donde tú perteneces”.
Esa frase me dejó pensando en que tenía que refugiarme en mí mismo para poder resistir la amenaza del alcaide. No, yo nunca pertenecería a Marion. Mi voluntad era la de seguir siendo libre como ser humano, de cara al único lugar al que pertenezco, que es Puerto Rico.
Le expliqué a mi familia que no quería recibir cartas ni visitas. Corté toda comunicación con el mundo exterior para forjarme un faro interno, una luz que pudiera alumbrarme en aquel régimen de privación sensorial, tan siniestro y oscuro.
En todos estos años he visto morir a muchos hombres, algunos asesinados por otros prisioneros. A esas imágenes uno no se acostumbra nunca. Tampoco cuando mueren por enfermedad. En Terre Haute, hace poco, murió un confinado de 74 años. Unos días antes lo vimos tan débil que otro prisionero tuvo que vestirlo, pues él no tenía fuerzas. Yo fui a verlo a su celda, pero lo encontré tan maltrecho, que me alejé sin decirle una palabra. Tiempo atrás, él había acudido a la corte donde ya había ganado una apelación, basada en impericia del fiscal que intervino en su caso. Pero aún así, la corte no hizo nada y cuando regresó a la prisión había perdido ya toda esperanza. Le pregunté si quería caminar conmigo por el patio, para que habláramos de su problema y me contestó que no quería hacer nada. Comprendí que se había dado por vencido. Era doloroso verlo desesperado, dejándose morir un día tras otro. Llegó el momento en que se derrumbó y lo llevaron a un hospital. Cuatro días más tarde había muerto. Nuestro consuelo fue saber que ya no seguiría sufriendo.
Ese tipo de incidente lo hemos enfrentado a menudo, y nunca puedo distanciarme del drama, del dolor ajeno que siempre me entristece. Será porque he envejecido con los que se mueren, en las mismas condiciones, y todos nos hacemos más frágiles con el tiempo.
En Marion pasé casi un año sin saber de mi familia. Ellos sólo sabían que yo seguía vivo, aunque en solitaria. Respetaron mi decisión a rajatabla, hasta que un día mi madre se apareció en la cárcel. Me avisaron que tenía una visita y nos vimos a través del cristal. Yo debía tener muy mal aspecto, a los hombres en solitaria se nos apaga la mirada. Le dije a mi madre que no entendía qué estaba haciendo allí, cuando le había advertido que no quería visitas. A ella se le asomaron las lágrimas y me dijo que yo no era quien para darle órdenes y que, desde ese momento en adelante me visitaría cada vez que pudiera.
Bajé la cabeza porque yo sólo intentaba evitarle la penuria de los viajes de siete horas hasta esa cárcel y el dolor de verme en malas condiciones. Pero en el fondo sentí un gran consuelo. Ya había aprendido que era capaz de soportar la soledad más implacable. Ahora quedaba disfrutar de mi madre y verla sonreír.
No pertenecí nunca a Marion, como quería el alcaide. Porque pertenezco a un trocito escondido de San Sebastián. Allí está y estará siempre mi lugar en el mundo.
En resistencia y lucha, tu abuelo,
Oscar López Rivera
(Tomado de El Nuevo Día) |