Querida Karina, ¿Has leído sobre el caso de George Stinney, un niño de 14 años que murió en la silla eléctrica, acusado de haber cometido un crimen que al parecer no cometió? Fue la persona más joven a la que se le aplicó la pena de muerte en Estados Unidos. Ocurrió en en el año 1944, y ahora ha surgido un movimiento interesado en reabrir el caso.
A Stinney, que era delgado y bajito, hubo que calzarlo con un libro, porque no daba la talla para la silla eléctrica, que estaba construida para matar hombres. Eso me ha hecho recordar a un muchacho que conocí durante mis primeros tiempos en la prisión de Marion. Tenía dieciocho años y había sido convicto por asaltar un banco, a punta de cuchillo, para llevarse 265 dólares. Supe, por otros prisioneros, que arrastraba problemas familiares y que cuando cometió el delito, trataba de llamar la atención de su papá, que había abandonado el hogar. El juez le dio una sentencia mínima y ordenó que lo ingresaran en una institución para jóvenes descarriados. Y así fue. Pero al parecer tuvo varios encontronazos con los guardias penales, llegó a golpear a uno de ellos y pronto fue transferido a otra instalación sin ningún tipo de programas para rehabilitarlo.
Su situación fue de mal en peor, y volvió a enfrentarse al personal de la prisión, especialmente a un capitán puertorriqueño que, sabiendo ya que el muchacho venía de haber golpeado a otro guardia, le hizo la vida imposible.
Por último, dándolo por incorregible, lo trasladaron a Marion. Fue a parar a la misma unidad en que yo estaba, y un día que lo vi deprimido, le di papel y lápiz y me di cuenta de que era capaz de dibujar muy bien. Sólo había que tenerle paciencia y dejar que se expresara.
A pesar de eso, seguía dando muestras de desequilibrio. De vez en cuando me decía que el «dios» que hablaba en su cabeza lo mandaba a hacer esto o aquello. Yo sabía que algo andaba mal, pero lo animaba para que leyera, para que siguiera dibujando y se mantuviera calmado. No le daban ningún tipo de ayuda psicológica, ni lo medicaban.
Hasta que un día vino a decirme que «dios» le había ordenado que abandonara la prisión. Le pedí que no cometiera esa locura; que era bueno que rezara y leyera la biblia, pero que tenía que enfocarse en sus aspiraciones y en su talento para dibujar.
Al día siguiente, mientras estábamos en el patio, se formó un gran alboroto y vimos que el muchacho había tratado de brincar una verja. Lo hizo tan rápido que ni nosotros, ni siquiera el guardia de la torre de vigilancia más cercana se dio cuenta. Desde otra torre avisaron que había un hombre que intentaba fugarse, y todos alzamos la vista y pudimos divisarlo arriba, entre los alambres de cuchillas, arrodillado y con las manos juntas, como si estuviera rezando. Lo recuerdo y se me parte el alma. Noté que el uniforme que llevaba puesto poco a poco tomaba otro color, rojo de sangre.
Nos mandaron a desalojar el patio y entramos todos a las celdas. Sé que a los guardias les tomó como quince minutos alcanzar el lugar donde estaba el muchacho. Una hora después oí en la radio la noticia de que acababan de frustrar una evasión en Marion.
Nunca supe cómo terminó aquel joven. Uno de los guardias me contó que, cuando al fin pudieron bajarlo, todo su cuerpo estaba cubierto de heridas. ¿Por qué lo enviaron a una prisión como aquélla, con hombres mucho mayores que él, algunos de los cuales habían cometido crímenes horribles? El juez había recomendado que lo llevaran a un lugar donde pudieran ayudarlo, y, por el contrario, terminó en aquel duro agujero, más despiadado que cualquier gulag.
Por aquella época, cuando todavía estábamos impresionados por el episodio, sabiendo que en los periódicos lo comentaban, uno de los prisioneros se me acercó y me dijo que una cosa era leer y oír sobre la prisión de Marion, y otra muy distinta experimentar la realidad que estábamos viviendo.
Tú, Karina, ante toda realidad, mantente fuerte.
En resistencia y lucha, tu abuelo,
Oscar López Rivera
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