Querida Karina, Hace poco recordaba que el gran músico Andy Montañez tiene un cuadro que pinté hace tiempo y en el que están los dos, tú junto a él. A ambos los admiro por razones distintas. A ti, porque estudias con ahínco y te enorgulleces de pertenecer a donde perteneces.
A Andy, por motivos obvios, porque es una institución de la música de mi País y porque siempre ha sido fiel a sus principios, un artista que pone la valentía por delante.
¿Sabes por qué nunca he querido que la gente se refiera a mi “liberación”? Porque soy libre, Karina. Y la música ha contribuido mucho a esa libertad. Prefiero que se diga la “excarcelación” de Oscar. La libertad no la he perdido nunca.
Mis gustos por la música han sido siempre eclécticos, me gustan muchos géneros. Pero la música puertorriqueña me conmueve más que cualquier otra.
Empecé a bailar salsa hace muchos años, antes que se llamara salsa. La primera vez que Cortijo y su Combo fueron a Chicago, un primo mío me pidió que fuéramos a verlos. Y, por supuesto, fuimos, pero para ese entonces yo no sabía bailar. Sin embargo, como buen boricua, me atreví a sacar a una muchacha, que al fin y al cabo quedó decepcionada con mi poca aptitud. Luego de aquel bochorno, poco a poco me dediqué a aprender yo solo. Para la época en que decidí que iría a otro baile, la verdad que no era precisamente el bailarín con que sueña una mujer.
Más tarde empecé a frecuentar diferentes áreas de la ciudad donde los jóvenes puertorriqueños celebraban fiestas que en Puerto Rico llamarían “de marquesina”, pero para nosotros eran “de apartamento”.
A medida que se abrían algunos locales con música latina, me acercaba a ellos y creo que bailaba cada vez mejor. Cierta noche, conocí a una puertorriqueña a la que le encantaba bailar. La primera vez, mientras bailábamos, me preguntó si le podía dar pon hasta su casa. Le dije que lo haría encantado, aunque, tan pronto entramos al carro me advirtió que no esperara nada que no fuera una buena amistad.
Las cosas quedaban claras y ella agregó que esa amistad sería beneficiosa para mí. De hecho, lo fue. Era como cuatro pulgadas más alta que yo y siete años mayor. Me empezó a llevar a lugares donde todo el mundo la conocía como una excelente bailarina. Un domingo por la tarde, en uno de esos clubes, un puertorriqueño de mediana edad se nos quedó mirando y de pronto comentó que ella era demasiado para mí, como mujer y como pareja de baile. Me quedé preocupado, yo era un muchacho y pensé que aquel hombre me estaba invitando a pelear, pero ella se paró en medio de todos, puso los brazos en jarra y sacó una voz dura para decirle que yo, probablemente, era más hombre y mejor bailarín que él. Ahí terminó el incidente.
Recuerdo a esa mujer cuando oigo música, y me lamento de haber decepcionado a tantas muchachas bailando regular como bailaba; y de hacer pasar tantas malas noches a los vecinos cuando organizábamos bailes durante los fines de semana y nos amanecíamos haciendo ruido.
Bailé con la música de El Gran Combo, de Tito Puente, de Tito Rodríguez, de Eddie y Charlie Palmieri, de Joe Cuba, Tommy Olivencia, Pete “El Conde” Rodríguez, Ray Barreto y orquestas de salsa menos conocidas que iban surgiendo en Chicago.
Ya no tuve tiempo para bailar cuando empecé en la labor comunitaria y me uní a la lucha política. Pero aún tarareo las canciones de mi juventud y pienso que el baile también nos da una libertad, que es la de la memoria.
En resistencia y lucha, tu abuelo,
Oscar López Rivera
Una callada sombra La razón detrás de toda lucha Donde respira el mar Las manos en el cristal La historia de “Jíbara Soy” Un camino diferente
Séptima carta
Octava carta
Novena carta
El Nuevo Día publica periódicamente los sábados las cartas que el preso político Oscar López Rivera le envía desde prisión a su nieta Karina, a la cual solo ha conocido a través de los barrotes de la cárcel. López Rivera lleva 32 años encarcelado. |