Querida Karina, Cada cual decide su destino y arriesga el alma según lo dicta su conciencia. El miedo siempre está presente. En cada momento. Día y noche. Pero uno aprende a usar el miedo en beneficio propio.
Otras cartas a Karina:
Una callada sombra La razón detrás de toda lucha Donde respira el mar Las manos en el cristal La historia de “Jíbara Soy” Un camino diferente
Séptima carta
En Vietnam, por ejemplo, fue el miedo lo que me ayudó a ser cauteloso, atento a todo cuanto me rodeaba, a los movimientos y los sonidos inusuales. Hubo meses, años enteros en los que sobreviví gracias al instinto, olfateando el aire para poder detectar el peligro.
Cuando llegaba algún soldado nuevo al batallón y lo veía presumiendo de su fuerza o de su valentía, me mantenía observándolo. Me daba cuenta de que ésa era su forma de impresionar a los demás, escondiendo el pánico que sentía. Luego, cuando le tocaba entrar en combate, ocurría una de dos: o se quedaba paralizado, o se comportaba de forma temeraria. En cualquier caso, me lo llevaba aparte y le explicaba que todos sentíamos miedo y era normal. Que lo importante era reconocerlo, porque al no tomar precauciones o quedarse «freezado» en pleno fuego, ponía en peligro su vida y la de los demás.
Creo que haberme criado en las calles de Chicago fue un buen entrenamiento para manejar el miedo.
Años más tarde, cuando me destinaron a la prisión de Marion y enfrenté por primera vez lo que llaman «régimen de privación sensorial», no tenía idea ni de lo que iba a encontrarme, ni de la gente con la que iba convivir. Me ubicaron en la «gang unit», con pandilleros peligrosos de todo el país. Nadie con honestidad puede decir que no teme por su vida en un lugar así. Casualmente, reconocí a un par de reclusos que habían estado conmigo en la cárcel de Leavenworth y se mostraron solidarios. Sabían que yo no procedía del mundo de las pandillas y que era un preso politico.
Tan pronto supe que tendría tan sólo quince minutos mensuales para hablar por teléfono, que en la práctica eran menos, pues las llamadas las cortaban o se interrumpían, me oprimió la pena. Mi madre era mayor y estaba enferma; era ella quien me mantenía al tanto de mis hermanos y el resto de la familia en Puerto Rico. Lo más doloroso era no poder hablar con mi hija, que entonces era una niña. Como ella casi no me conocía, era poco lo que me contaba por teléfono. Cuando recibía visitas, me prohibían el contacto físico con mis familiares. Aún recuerdo la primera vez que me visitó mamá, tu bisabuela, que rompió a llorar al verme esposado al otro lado del cristal. En aquella ocasión le dije que tenía que ser fuerte y contener el llanto para no demostrar a los carceleros que ese régimen abatía a toda la familia. De ahí en adelante, cuando me visitaba, la veía apretar la boca y contener el llanto. En mi presencia, no derramó otra lágrima. Fue una puertorriqueña valiente.
Distinto a la cárcel de Leavenworth, en Marion revisaban o interceptaban toda mi correspondencia y el material de lectura que recibía. A veces, pasaban semanas o meses hasta que me entregaban las cartas, revistas o periódicos. Me lo daban todo el mismo día, y al siguiente entraban a la celda para registrarla y confiscar lo que ellos llamaban «un exceso de papeles», muchas cosas que yo no había tenido tiempo de leer.
Hasta que se me ocurrió la manera de conservar los periódicos, repartiéndolos, cuando me los daban, entre los demás reclusos, quienes poco a poco me los iban devolviendo. En la prensa eran noticias viejas, pero igual las leía todas.
Hay que leer siempre, Karina, la lectura también sirve para aplacar el miedo. Para alejar la soledad, de la que te hablaré algún día.
En resistencia y lucha, tu abuelo,
Oscar López Rivera
El Nuevo Día publica periódicamente los sábados las cartas que el preso político Oscar López Rivera le envía desde prisión a su nieta Karina, a la cual solo ha conocido a través de los barrotes de la cárcel. López Rivera lleva 32 años encarcelado.
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