Querida Karina, he oído hace poco la noticia de un perro labrador que murió a balazos en una casa de Santurce y no he podido evitar acordarme de los perros que me acompañaron en la vida, y que estuvieron a mi lado, en las buenas y en las malas, hasta el mismo día en que me arrestaron, cuando me despidieron con sus miradas sabias.
Otras cartas a Karina:
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La razón detrás de toda lucha
Donde respira el mar
Las manos en el cristal
Siempre tuve perros a mi lado. De niño, en San Sebastián, y luego en mi juventud, cuando emigré a los Estados Unidos. Y hasta en Vietnam, donde también ellos sufrieron los horrores de la guerra. Eso se echa de menos en la cárcel: la cercanía de un animal tan noble, que es capaz de entenderte, de compartir nostalgias y asimilar tristezas que brotan de nosotros.
En 1973, cuando vivía en Chicago, tuve una perra singular: una doberman pincher que se llamaba Jíbara Soy. Era la mascota más popular del barrio. Protectora e inteligente, queriendo siempre llamar la atención. Para entonces, yo había rentado un pequeño apartamento en la misma propiedad donde mi hermano mayor tenía su casa. Una de las condiciones para el alquiler era que no podía tener la perra, pero ocurrió que una noche entraron unos ladrones a la casa y convencí a mi hermano para que la aceptara.
Pocas semanas después me ausenté por unas horas y al llegar encontré que Jíbara Soy había convertido el hermoso jardín que mi hermano cuidaba con esmero en una especie de campo de batalla. Había hecho enormes agujeros de los que sacó ratas del tamaño de un gato. La bañé, la llevé al veterinario para asegurarme de que no tenía heridas y no corría peligro de contraer alguna enfermedad.
De vuelta a casa, hice lo que pude en el jardín, tratando de arreglar los destrozos. Cuando regresó mi hermano del trabajo, le dije que le tenía dos noticias, una buena y otra mala. La buena era que Jíbara Soy había matado nueve ratas. La mala la pudo ver con sus propios ojos: el jardín estaba estropeado y habría que trabajar el doble para devolverle su lozanía.
Mi hermano y su esposa se encariñaron con la perra, que nos acompañó varios años. Tenía su propia butaca, escuchaba con atención la música clásica y, siempre que yo me ponía a leer en la sala, mantenía sus ojos clavados en mí, como si me leyera el pensamiento y se enterara del significado de la lectura.
Un día se puso de parto y murió. Hasta entonces, creía simplemente que estaba muy gorda, pues el veterinario le daba pastillas anticonceptivas. Algo falló y murió dando a luz a 16 cachorros.
Tu mamá, Clarisa, es gran amante de los animales. Tú también te desvives por ellos. Entonces comprenderán cuando les diga lo difícil que fue dejar atrás a mis dos perros el día que me arrestaron. Yo vivía en la clandestinidad y ellos me hacían compañía, sobre todo cuando la situación era desesperante. Un día, descubrieron mi paradero y me arrestaron. De mis sentimientos en ese instante, y de mis temores cuando me alejaba, te hablaré en otra ocasión. Solo quiero contarte que aquel día de mayo de 1981, estando bajo arresto, se me acercó un agente del FBI que se identificó como puertorriqueño. Lo primero que le pregunté fue que qué habían hecho con mis perros. Me respondió que los habían llevado a ASPCA, que era el “animal shelter”. Algo en su expresión me hizo pensar que no era cierto. Le insistí para que me dijera la verdad. Hubo un silencio largo que yo sabía lo que significaba. Pensé en la fidelidad de esos dos perros, y la memoria me trajo, uno tras otro, el recuerdo de todos los que había tenido, desde que me criaba en San Sebastián. Pensé en los animales malheridos que había visto en Vietnam. Y al final, me pareció escuchar los ladridos valientes de mi Jíbara Soy. Entonces oí lo que ya sospechaba: “Los tuvimos que matar”.
Treinta y dos años han pasado desde entonces.
Amo a los animales que perdí. A los que fueron míos y no pudieron morirse con mis palabras de consuelo y mi mano rascándoles el lomo. Y amo a los que tendré en Puerto Rico algún día.
En resistencia y lucha, tu abuelo,
Oscar López Rivera
El Nuevo Día publica periódicamente los sábados las cartas que el preso político Oscar López Rivera le envía desde prisión a su nieta Karina, a la cual solo ha conocido a través de los barrotes de la cárcel. López Rivera lleva 32 años encarcelado. |