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Palabras para Oscar PDF Imprimir Correo
Escrito por Eduardo Lalo   
Viernes, 20 de Septiembre de 2013 10:24

oscar“Ningún hombre es señor de su paraíso.” Es una frase de Fernando Pessoa. Añadiría que tampoco nadie es señor de su infierno. En el lugar soñado o en el más temido siempre hay otros, otros también están implicados.



¿Qué representa Oscar López? ¿Qué significan sus años en prisión? ¿Qué conlleva ser un libertador en un tiempo en que los grandes discursos se han venido abajo? ¿Qué es Oscar López en las calles de Río Piedras, en las calles que no ha pisado por 32 años, en las calles que para nosotros son parte ordinaria de nuestra cotidianidad?

¿Qué construcción de Puerto Rico se da en la aparente no posibilidad de que Oscar López camine por estas calles, por esta Plaza de la Convalecencia, por esta plaza nombrada, gracias a la cercanía de un antiguo hospital, por los enfermos y los agonizantes?

¿A quién se “perdona” si se excarcela a Oscar López?

¿Cómo esta casa de Ruth Hernández, cómo Río Piedras, cómo San Juan, cómo Puerto Rico, cómo el mundo se transforma en el momento en que Oscar López recupere su libertad?

¿Cuál es esta acción, cuál es su significado -la hipotética libertad del preso político con más años de cárcel en las Américas-, qué representa esto para nosotros, para un país yaciente, incapaz, en espera de una salvación imposible, en espera de una espera interminable, sonámbula, extrañamente pacificadora? ¿Qué encarna un preso político en un país en el que cualquier reverendo habla por Dios, nos informa lo que este considera bueno y malo, cuál es el castigo por no seguirlo?

¿En una sociedad en la que un pastor evangélico buscón, ignorante, zafio, es recibido y adulado por incontables legisladores, que puede paralizar con una manifestación el tráfico de San Juan y la discusión pública, sabotear el sentido común y cualquier tímido cambio en la política del Estado? ¿Para qué sirve Oscar López en una sociedad en que esto ocurre a diario?

Elaboremos comienzos de respuestas a tantas preguntas. El “castigo” de Oscar López es una formulación de lo intolerable, como intolerable e insufrible es también nuestra agonía social y política. Oscar López Rivera no es nuestro extraño. Si bien las causas de su condena, las condiciones de su reclusión, el lapso inhumano de su permanencia en la cárcel, crean un conjunto que lo separan de nosotros y que hacen que, ante tanta injusticia, indignidad, incomprensión y abuso de parte de las autoridades de Estados Unidos, nosotros nos reunamos aquí y en tantos otros sitios demandando su libertad, lo cierto es que también él no es una parte desprendida o desmembrada de la sociedad puertorriqueña. Los artistas de esta exposición, los músicos responsables de un reciente concierto en su honor, el equipo legal que lo defiende, los ciudadanos de toda condición que apoyan esta causa, así lo demuestran. Aunque lleva más de tres décadas en una prisión de Estados Unidos, Oscar López Rivera nunca se ha ido. Este hombre no es un emigrante ni un exiliado.

La compasión no es un sentimiento fugaz y leve. Compadecer significa hacer propio el sufrimiento de otro. De esta manera se puede engendrar una comunidad. Sus miembros son los que comparten una tragedia y ese grupo humano puede ser, según las circunstancias, una familia o una nación. Así, enarbolar una bandera significa reconocer un dolor compartido. He aquí la causa de la emoción de estos símbolos: una bandera ondeando al viento es una herida abierta.

En algún momento, hace ya más de 30 años, Oscar López Rivera compadeció la agonía de Puerto Rico. Tomó decisiones, hizo lo que entendió que debía llevar a cabo. Nada indica que entre sus motivaciones se encontrara el lucro u otro beneficio personal. Fue un puertorriqueño que sintió como propias las heridas de su comunidad. Y no fue dócil ni indiferente.

Esta acción, si bien en este caso es especial, no tiene nada de extraordinaria. En todas las latitudes, a diario, hay gente que actúa con desprendimiento. Aunque la mayor parte de las veces sus gestas pasen inadvertidas, siempre hay hombres y mujeres que pretenden hacer un mejor mundo. A veces tienen éxito, aunque en la mayor parte de las ocasiones sus esfuerzos desembocan en la ininteligibilidad  y el fracaso. Quizá lo que distingue el caso que esta noche nos convoca, sea la desproporcionada incomprensión de las autoridades de Estados Unidos. Su encono en el castigo, su falta absoluta, ciega, insostenible, de autocrítica. Estados Unidos ha demostrado en este, como en muchos otros casos, una incapacidad para confrontar las consecuencias de sus acciones en el mundo. Una nación no se puede expandir con precisión quirúrgica; el colonialismo no es un corte nítido sino una quimioterapia. Conlleva incontables males. Por más paliativos que se ofrezcan, queda la náusea, resisten células que componen órganos que forman miembros y caminan y hablan y se rebelan ante el proceso que pone a los cuerpos a luchar contra sí mismos. Por ello, el caso de Oscar López no es solamente un problema legal, sino que también constituye un dilema ético cifrado en el hecho de que las nacionalidades no desaparecen aun cuando su dominador opta por nunca nombrarlas ni reconocerlas.

Hay hombres y mujeres que por los avatares de sus vidas dejan de ser solamente un individuo y se convierten en el acertijo indescifrable de un pueblo. Los 32 años en la cárcel de Oscar López enmarcan el periodo de deterioro y ausencia de proyecto del Puerto Rico de nuestro tiempo. En ellos reptan como condicionantes, como trasfondo, las incapacidades de los cuatrienios de Carlos Romero Barceló, Rafael Hernández Colón, Pedro Rosselló, Sila Calderón, Aníbal Acevedo Vilá y Luis Fortuño. Todos los que ocupando la gobernación miraron, en este como en tantos otros asuntos, en otra dirección, expresando así, ya sea con indolencia, arrogancia o vergüenza su minusvalía. Todos estos funcionarios no fueron más que eminencias grises: simulacros de poder que ineficientemente camuflaron su desempeño político y moral.

Somos un pueblo sin vehículos para nuestra voz. Ahora hablo, ahora gritamos, pero el Presidente Obama no nos escucha. Tampoco lo hace ninguna organización internacional ni prácticamente ningún medio de comunicación. Todas las naciones del mundo podrían, si lo quisieran, tratarnos como si no existiéramos. Los funcionarios políticos que elegimos juran una constitución que les permite sostener diálogos y deliberaciones que parecen ser parte de una oferta de actividades extracurriculares de una escuela que hubiera estirado los adiestramientos sin consecuencias por generaciones enteras.

Por ello, cuando por la presión y la solidaridad de los puertorriqueños se libere a Oscar López, estaremos dando un paso fundamental: el que contestaría la pregunta clave de este tiempo que no es ¿qué somos? sino ¿qué podemos hacer?

¿Qué podemos hacer por nuestro bien colectivo? En la libertad de Oscar están las primeras palabras de una respuesta que hemos eludido por mucho tiempo. Agradezcamos a este hombre los signos de interrogación que nos ha ofrendado.

Para cualquier opción colectiva que no sea una inmolación, los puertorriqueños necesitamos poder, más poder del que tenemos. Que un paso importante para su consecución sea el fin de la injusticia cometida con Oscar López Rivera.

Imprevistamente, en una celda de una prisión de Estados Unidos vive el hombre más pertinente de Puerto Rico. Sus 32 años en la cárcel coinciden con la ruina progresiva de nuestro país, con el descubrimiento escandaloso de nuestras imposturas, de nuestras deudas, de nuestros bonos chatarra, del analfabetismo creciente, rimbombante, mediante el cual, según nos dicen, Dios todopoderoso elige comunicarse con sus súbditos del mantengo, de la apatía, de la jubilación temprana. Estas tres décadas, que contienen una parte de las exageraciones histéricas de un gobierno estadounidense, que ya no ve su bandera como el dolor unificador de una comunidad, sino como un código de barras, han desempolvado además una constitución puertorriqueña que impone pagar primero a los bancos una deuda de más de 100,000 millones de dólares, antes que cumplir con un salario o construir una escuela o comprar una medicina. Así descubrimos que en nuestra supuesta época gloriosa, no fuimos más que una vitrina de la Guerra Fría y que quedamos, terminada ella, como una mercadería que nadie quiere y que se almacena sin aprecio y sin que importe su deterioro.

Hagamos que termine la ordalía de Oscar López Rivera y que con su regreso surja en nosotros la posibilidad de enfrentar nuestra ruina; que al devolverlo a su tierra nazca en nosotros un habla plena y auténtica; que podamos decir las palabras sencillas con los significados más básicos. Que no se nos escondan nuestras realidades, que no se nos mienta más, que digamos por fin que los que hablan en nombre de dios, de cualquier dios falso, el robado en los cielos o el que mercadean los bancos o el que sentencia en el Tribunal Federal, no dicen verdad y que en lugar de ser una solución o un camino a seguir, son parte del problema mismo. Ojalá con el regreso de Oscar podamos volver a decir justicia, democracia, voluntad, agradecimiento, solidaridad, espíritu, pueblo, sin sentir que mentimos o que nos toman el pelo. Que con el regreso de Oscar se recupere y construya un léxico auténtico para una sociedad que reclama su lugar en el mundo.

Reescribamos, reformulemos, reconstruyamos. Este también es el propósito de esta liberación.

Gracias Oscar por su contribución a este empeño en que reivindicamos a través de su causa poder y libertad. Poder y libertad para Ud. y para cada uno de nosotros. Para la memoria de los puertorriqueños que han muerto, para los que viven, por los que vendrán, poder y libertad, libertad y poder. Y fuerza, fuerza, fuerza para conseguir su libertad y la construcción de la nuestra que se dirá con palabras que desborden nuestras bocas y lleguen a esta plaza que dejará de ser de la Convalecencia, es decir la de las enfermedades de la historia de nuestro pueblo. Ojalá un día nos reunamos en ella y la llamemos por el nombre que merece y que los puertorriqueños deben heredar. Que pronto le pongamos a esta plaza un nombre que a todos nos honre. Que un día el pueblo de San Juan exija que la Plaza de la Convalecencia deje de ser la plaza de nuestra agonía y se convierta en la Plaza Oscar López Rivera.

Hasta pronto don Oscar, aquí le esperamos en esta plaza en que recuperaremos las palabras, en la plaza que llevará su nombre.

Discurso pronunciado por Eduardo Lalo en la apertura de la exposición colectiva “Un grito por Oscar”, en la noche del jueves, 19 de septiembre de 2013, en la Casa de Cultura Ruth Hernández en Río Piedras. (80grados)

 

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