Las hermanas Mirabal fueron asesinadas en República Dominicana el 25 de noviembre de 1960 por instrucciones del dictador Rafael Leónidas Trujillo.
Anterior al asesinato, María Teresa y Minerva habían sido acusadas, juzgadas y encarceladas por alegadamente atentar contra la seguridad del Estado. Esto se debió a la vocal oposición e importante participación política en contra de la dictadura. Sin embargo, luego de un breve tiempo en prisión, Trujillo las puso en libertad rápidamente. Había transcurrido poco más de dos meses desde que habían sido excarceladas cuando las emboscaron de camino a la ciudad de Salcedo. Así, María Teresa, Minerva y Patria –quien no había estado en la cárcel– fueron secuestradas, torturadas y finalmente asesinadas a golpes por mandato del dictador.
En 1981 se llevó a cabo en Bogotá el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe. En éste se declaró, por primera vez y en conmemoración de la gesta de esas tres mujeres, el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las mujeres. Posteriormente, el 20 de diciembre de 1993 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer. Cuatro años después, en 1997, aprobó una Resolución titulada “Medidas de prevención del delito y de justicia penal para la eliminación de la violencia contra la mujer”. Finalmente, el 17 de diciembre de 1999, a casi cuarenta años de aquel vil asesinato, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas se hizo eco de la conmemoración del 25 de noviembre establecida por las feministas y dispuso esa fecha como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la(s) Mujer(es).
Así, expresamente se reconoció en la Resolución que “la violencia contra la mujer constituye una manifestación de unas relaciones de poder históricamente desiguales entre el hombre y la mujer, que han conducido a que el hombre domine a la mujer y discrimine contra ella, impidiendo su adelanto pleno, y que la violencia contra la mujer es uno de los mecanismos sociales fundamentales por los que se reduce a la mujer a una situación de subordinación respecto del hombre”. No se puede perder de perspectiva la relación existente entre el patriarcado como institución al servicio del Estado y el asesinato de las Mirabal. No hay espacio para dudas en cuanto a que, en un Estado atravesado por el patriarcado donde las mujeres se consideran subordinadas a los hombres, la oposición al gobierno dictatorial es considerada a su vez una subversión al patriarcado como modo de organización de las relaciones políticas, sociales, económicas, domésticas y sexuales. El asesinato de Patria, María Teresa y Minerva fue un asesinato político que no sólo se ejecutó por considerarlas un riesgo para el estado sino que también por considerarse un riesgo al dominio patriarcal.
Es por ello que debemos ser conscientes, tal como lo reconoció la Asamblea General de las Naciones Unidas, que la violencia contra las mujeres surge de la desigualdad. Equiparar a las mujeres a lo “doméstico” ha establecido unas cadenas de inequidades que se han traducido en invisibilización y agresión. Agresión que no sólo se manifiesta en lo “doméstico” y que también percola todo el entramado social, político y económico. De esta manera, aun cuando las mujeres somos más y estamos mejor preparadas tenemos menor participación en la política, somos mucho más pobres, vivimos en condiciones más precarias, tenemos menos acceso a los servicios de salud, nuestro salario es menor que el de los hombres, participamos de una doble –e incluso interminable- jornada de trabajo y somos víctimas de maltrato emocional, físico y sexual que, en muchas ocasiones, nos cuesta la vida.
Sin embargo, a pesar de que las violencias ejercidas sobre las mujeres son múltiples y variadas, pocas veces se reconoce en el Estado su principal propulsor. Al igual que fue el Estado quien asesinó a las Mirabal al éstas desafiar a la dictadura y al patriarcado, el Estado sigue ejerciendo sobre las mujeres variadas formas de violencia que no pueden pasar por desapercibidas. Basta con mirar, por ejemplo, la participación o el porcentaje de mujeres en los comités de transición de los gobiernos salientes y entrantes donde la participación de las mujeres es mínima o inexistente.
En ese sentido, es imprescindible reconocer que la violencia machista es un problema de desigualdad estructural que no se soluciona diciéndole a las mujeres y a las niñas “Tú vales”, como hizo el gobierno saliente. Tampoco se soluciona lamentándonos de la baja participación femenina en la vida política del País si no nos planteamos de forma seria, responsable y honesta el porqué de la baja participación. Es hora de dejar atrás las máximas que responsabilizan a las mujeres por ser objeto de cualesquiera de las manifestaciones de la violencia patriarcal y buscar arreglos institucionales que reconozcan que el Estado es y ha sido el principal reproductor de la violencia machista en todas sus manifestaciones.
Se vuelve indispensable, entonces, aceptar que la violencia machista puede ejercerse desde múltiples espacios, todos igualmente peligrosos y con un fin en común: la deshumanización del otro. La violencia machista opera a base de considerar a las mujeres como inferiores y, por tanto, subordinadas a la jerarquía masculina. Es por ello que, hasta que el Estado –y quienes lo administran– no se vea a sí mismo como el principal reproductor de la desigualdad de poder entre hombre y mujeres, cualquier plan de acción para tratar esta problemática social, política y económica no será efectivo. El Estado debe comprometerse con la promoción de la equidad institucionalizando la perspectiva de género en el currículo escolar y respetando el mandato constitucional de separación de Iglesia y Estado. Si no cambiamos los esquemas violentos a través de la educación de los niños y las niñas, si no democratizamos la crianza de los hijos y las hijas para que las mujeres madres puedan participar políticamente en igual proporción que sus compañeros varones, si no proporcionamos herramientas efectivas que les permitan a los varones cuestionar sus privilegios, difícilmente podremos construir una sociedad igualitaria donde los valores principales sean la paz, la justicia y la equidad entre los hombres y las mujeres.
Es por eso que debemos insistir, denunciar, alzar nuestras voces una y otra vez para gritar que no se ha alcanzado la equidad, que nos queda mucho por caminar, que la violencia que nos aqueja está en el trabajo, en nuestras casas, en la escuela de nuestros hijos y nuestras hijas cuando les niegan su derecho a ser educados en la equidad y la paz; la violencia machista está en el gobierno, en los tribunales, está en la calle, en la música, en la televisión, en los periódicos, la violencia está la grúa que te remolca el carro, en la oficina del ginecólogo que te convence de lo necesaria que es una cesárea y en la del pediatra que no promociona la lactancia, la violencia machista está por doquier porque se cuela –incansable y persistentemente– por el tejido injusto y opresivo que el poder ha construido para silenciar nuestras voces, para someter nuestros cuerpos, para reducirnos e invisibilizarnos.
Así se vuelve fundamental denunciar al Estado que nos niega educación con perspectiva de género para que podamos reconocer que no es “normal” que nuestro compañero varón controle nuestro cuerpo, decida sobre las relaciones sexuales, maneje el dinero, establezca las reglas domésticas, entre muchas otras cosas. Necesitamos denunciar al Estado porque no es efectivo a la hora de monitorear que se le dé entero cumplimiento a la disposiciones de ley que establecen igual paga por igual trabajo. Necesitamos denunciar al Estado para que establezca de manera urgente un protocolo en la Rama Judicial para que se instaure la perspectiva de género en los tribunales y las mujeres recibamos un trato digno y equitativo. Necesitamos denunciar al Estado porque no reconoce que la crianza es responsabilidad de hombres y de mujeres y hoy por hoy los hombres no gozan de una licencia de paternidad que les permita compartir la crianza con sus compañeras durante los primeros meses de vida de un o una recién nacido o nacida. Necesitamos denunciar al Estado porque aun cuando existe legislación que establece que toda mujer tiene derecho a ser acompañada durante su parto no se pone en vigor ni tampoco se han tomado medidas efectivas que permitan bajar la altísima tasa de cesáreas innecesarias. Debemos denunciar al Estado porque ante la oposición de algunos médicos han paralizado un proyecto de ley que apoderaba a las mujeres en cuanto a la decisión de con quién, cómo y dónde parir.
No podemos olvidar el papel que el Estado juega a la hora de asesinar mujeres. El 25 de noviembre de 1960 el Estado asesinó a las hermanas Mirabal. Mucho ha llovido desde aquel entonces. Sin embargo hoy, cincuenta y dos años después, las mujeres seguimos siendo asesinadas a manos del Estado. El asesinato simbólico que el Estado ejecuta cada vez que nos niega educación con perspectiva de género, cada vez que pone en entredicho nuestro derecho a interrumpir un embarazo no deseado, cada día que pasa sin legislar para que se les conceda una licencia de paternidad a los varones con iguales condiciones que la que nos garantizan a las mujeres o que no se legisla para que podamos parir en paz, cada vez que el Tribunal Supremo se expresa sobre la manera en que nos debemos comportar las mujeres o pasa juicio sobre las relaciones sentimentales permitidas para entonces determinar si somos o no acreedoras a la protección de la Ley 54, cada uno de esos asesinatos simbólicos viabilizan el asesinato que cualquiera de nosotras puede sufrir a manos de un varón. En este Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la(s) mujer(es) exijamos un verdadero compromiso por parte del Estado -y de la administración entrante- con la consecución de la equidad, el apoderamiento y la promoción de los derechos de las mujeres. *La autora es abogada sindical y feminista.
Fuente: Claridad |