«Como Hostos y como Martí, somos discípulos de esa utopía bicentenaria. Pero esa utopía no es nunca sueño complacido, sino desvelo ardiente, proyecto, y sobre todo, fragua, sin derrotas ni victorias últimas y finales.»
En el planeta Tierra se abrió una herida en la tarde del doce de enero de 2010. Un sismo catastrófico puso a danzar en espirales y tornados piedras y cabezas. Una mujer enterrada en los escombros, igual que muchos otros miles, suplica aturdida y atónita, con un atronador grito enmudecido, que la rescaten.
Hace varios años –en el 2005–, tras el famoso tsunami que azotó las costas del Pacífico, comencé en Mayagüez un discurso en conmemoración del natalicio de Hostos, de manera parecida a lo que hacemos hoy. ¿Cómo se puede poner al margen una conmoción? Mas, la coincidencia entre el natalicio y la calamidad quizás no sea del todo fortuita. Hostos, igual que Martí, dedicó su vida entera a luchar contra infortunios tan grandes como los sismos y los tsunamis, los continentes y los siglos, que no otra cosa es enfrentar la furia de un poder colonizador europeo que atiza, por otro flanco, el poder imperial norteamericano, en busca de la libertad de los pueblos de la América nuestra. La conmemoración del bicentenario de la emancipación de los pueblos de la América Latina nos mueve a recordar, en este enero que aúna como las dos caras de una misma moneda los natalicios de Hostos y de Martí, la agenda inconclusa de Bolívar que intentaron ambos completar con la liberación de Cuba y Puerto Rico. Haití, Dominicana, quedan en medio, como el cuerpo de esa paloma a cuyas dos alas cantó inolvidablemente Lola Rodríguez de Tió.
La portada del número 65 de la revista EXÉGESIS lleva un grabado de Simón Bolívar. La alusión a Bolívar viene como resultado de un deseo nuestro de expresar adhesión a las celebraciones de la emancipación americana. No debemos pasar por alto el hecho de que las Antillas estuvieron presentes en la agenda revolucionaria de Bolívar. Los principales próceres del siglo XIX en Cuba y Puerto Rico comprendieron el peligro que significaba para nuestros países el empuje expansivo norteamericano. Conocidísimas son las frases de Martí sobre vivir en las entrañas del monstruo, el “minotauro americano”, así como sobre su intención de impedir con la independencia de Cuba la agresión norteamericana sobre la América Nuestra, toda, y hasta asegurar, según dice quizás hiperbólicamente, el balance del mundo. Ramón Emeterio Betances llegó a vivir la pesadilla dantesca de la invasión norteamericana antes de que lo ocupase el sueño eterno. Eugenio María de Hostos sobrevivió cinco años a la invasión norteamericana de Puerto Rico, tiempo suficiente para vislumbrar el desarrollo del siglo XX, que intentó anticipar visionariamente en un conocido ensayo.
Martí, con el respaldo de todo un pueblo que ve en él, unánime y espontáneamente, la encarnación de sus virtudes y de sus aspiraciones, nació el 28 de enero de 1853 y murió el 19 de mayo de 1995, en combate por la libertad de Cuba. Tras fundar tres años antes el Partido Revolucionario Cubano en medio de la nutrida emigración antillana de Nueva York con el propósito de liberar a Cuba del coloniaje español y fundar, tras ello, una república “con todos y para el bien de todos”, Martí reinició en marzo de 1895 la guerra “necesaria” y “justa”, y llevado por un imperativo moral a enfrentar el mismo peligro en Cuba que como “delegado” y virtual presidente de la nueva república ordenaba enfrentar a sus colaboradores, desembarca cerca de Guantánamo el 11 de abril.
Desde su adolescencia, Martí comprometió su vida y bienestar, de modo que no tardó en ser sentenciado a prisión –con sólo 16 años–, luego desterrado. Aunque se esforzó por encarrilar su vida, se licenció, en España, en derecho y en filosofía y letras, y, tras su regreso a Cuba, se casó con la cubana Carmen Zayas Bazán, pronto fue nuevamente deportado por conspiración. Será Nueva York el principal escenario de sus desarrollos como escritor y como político. Su pluma se conocerá en varias capitales suramericanas gracias a sus ensayos sobre escenas norteamericanas y de crítica literaria y artística. A pesar de su importancia histórica como poeta, como novelista, y como editor, inclusive, de una revista para niños –entre otras muchas cosas–, no cesará de crecer su estatura política que culminará con la fundación en el 1892 del partido y el reinicio de la guerra. El amor de su pueblo nos permite conocer la intríngulis y las vicisitudes de su grandeza –ya sea su vida íntima, y con ella la historia del Ismaelillo –su hijo–, de la niña de Guatemala, de sus “versos sencillos”, de su hija María Mantilla, e incluso, de su sarcoidosis y su tumor en los testículos–, o ya sea su padecer por las conspiraciones políticas, las traiciones, las amenazas.
En el caso de Hostos, la colonia norteamericana lo convertirá en un paradójico “ilustre desconocido” del que desconocemos incluso, tras la muerte de Hostos, de la suerte y la tumba de su amada Inda, madre de todos sus hijos. Un extranjero de Mayagüez –español, por más señas, pero de cuyo nombre no quiero acordarme–, con el apoyo de algunos intelectuales puertorriqueños que indignaron a Josemilio González y a don Pepe Ferrer Canales, se dedica desde el año de su sesquicentenario a “desmitificar” su figura histórica, a negar la grandeza que le reconocieron incluso Martí y Betances, y a tomar por los pelos y descontextualizar expresiones y acciones suyas. (El que desmitifica no procura ponderar el sol, sino reducirlo a sus manchas.)
Sin embargo, tuvo este Hostos su época de gloria. Gloria reñida e impugnada, como todas las glorias. Aunque nació en Puerto Rico en el 1839, sus restos descansan en el Panteón Nacional de los Héroes de la República Dominicana, con fuego eterno. Dicen que una cumbre de los Andes chilenos lleva su nombre. La Sociedad de Estados Americanos lo proclamó en Lima, Perú, en el 1938, Ciudadano Eminente de América. Y un grupo de académicos de diversos países proclamó a Hostos, desde Londres, hace poco, como uno de los 50 maestros más grandes en toda la historia de la humanidad.
A mí me bastara, quizás, contemplar su nombre, en Buenos Aires, al frente de la primera locomotora que cruzó los Andes y unió, gracias a su sueño y a su empeñó, a Mendoza con Santiago. Me bastara, quizás, oír que se le reconoce como fundador de la Sociología latinoamericana. Me bastara oírlo disfrutar de una fiesta de cholos y de sirvientes indios y negros en una de esas travesías en barco en que viajaba en tercera y sobre cubierta. Me bastara su denuncia contra la explotación de los chinos, los inmigrantes y los trabajadores de las minas en Perú. Me bastara su defensa de la igualdad absoluta de los géneros y su disposición para crear un sistema mixto de enseñanza, con niños y niñas en el mismo salón, con el mismo currículo, con la misma clase. Me bastara su propuesta de crear los países unidos del sur, o ese mercado común latinoamericano que intentó instrumentar a través del ferrocarril trasandino, la navegación internacional de nuestros ríos, y un canal, en Panamá, completamente latinoamericano. Me bastara oírlo proclamar la necesidad de una enseñanza laica atada al desarrollo de las facultades del niño, y atenta a la educación científica, a la educación del carácter y de la voluntad. Me bastara leer cómo luchó toda su vida contra las pasiones absorbentes de su carácter, sondeó su comprensión del mundo síquico y desplegó un método de psicoanálisis. Mas lo que en verdad me seduce más en Hostos, también maestro de derecho constitucional, eticista, y geógrafo, es su devoción, irrefrenable, por la libertad.
La devoción por la libertad es la piedra angular de todo el pensamiento de Hostos y la clave de todo su trajinar abnegado sobre el reino de este mundo. A ella lo sacrificó todo, y ella define en él, en todo momento, su utopía y praxis. Tras llegar a España en el 1855, con dieciséis años a su haber, creyó posible y realizable una revolución política antimonárquica a la que se dedica al menos desde el 1863. Bayoán, el personaje principal de esa primera novela que recoge la “peregrinación” síquica de aquel en quien despierta la conciencia de un entorno saturado de opresiones e inequidades, es un alterego no sólo de sí mismo, sino del cacique indio que mató al primer español e inició, con su deicidio, la primera rebelión de indios en la conquista de América.
Aunque la lucha de Hostos por la libertad conforma una variedad de maneras y de concepciones, ello no significa inconstancia, sino adaptabilidad al cambio objetivo de las circunstancias, y desde luego, una creatividad que no sabe rendirse.
La primera de las formulaciones de su lucha por la libertad tuvo un carácter íntimo y moral. Hostos la buscó en sí mismo, con un denuedo ejemplar e inédito, al someterse a un auto examen constante. Creyó en las posibilidades de la literatura para cambiar la opinión pública, y escribe una novela política de pretenciones propagandísticas. Pero esa novela es a la vez denuncia política y exploración de la conciencia de sí mismo y de su entorno. De esa exploración emergerá una nueva voluntad de acción en el joven Hostos concebida como un imperativo moral, una definición de la relación colonial entre España y las Antillas, y una identificación del sujeto con el destino de sus islas. Esta es la época del “joven Hostos”, distraído estudiante en Madrid, que, poseído por las ideas de un liberalismo político radical reniega del régimen monárquico. Hostos cree posible una revolución política liberal en España que reconozca como colonial su relación con las Antillas y la enmiende a la luz de sus concepciones. De este modo, una liberación política y ciudadana debería reivindicar los reclamos de soberanía de sus Antillas.
Si yo quisiera acabar con el régimen colonial en Puerto Rico intentando promover una revolución política en Estados Unidos, parecería absurdo. El caso es que la pretención hostosiana no lo era. El cambio llegó, en efecto, y en corto tiempo. La Revolución Septembrina estableció una nueva situación política en el 1868 en España. Y el liderato político republicano tomó el poder. Con lo que no contó Hostos fue con que sus aliados políticos pretendieran una revolución en la península sin enmendar un ápice la dictadura colonial en ultramar. No encontró cómo transigir con esto, ni un sólo momento. Su indignación fue absoluta. Rompió con sus aliados inmediatamente y salió a buscar a Betances para promover una revolución armada contra España. Nunca regresó.
En Nueva York, Hostos rompió nuevamente con sus aliados naturales. Aunque allí una emigración nutrida se esforzaba por auxiliar la revolución armada iniciada por Céspedes en Cuba, el liderato de esa emigración padecía de la anomalía de una enfermedad mortal: un confesado anexionismo que perduraría dominante hasta la aparición de Martí. Betances no le confió a Hostos, en ese momento, sus planes ni sus ideas. Hostos veía la solución al problema de unas islas depauperadas, reprimidas e inermes en una Confederación de las Antillas que concibió en uno de sus viajes atlánticos, sobre la mar. De modo que optó por otra ruta para auxiliar la lucha armada: intentar obtener el apoyo de los países del sur. Emprende entonces, inmediatamente otra vez, una larga travesía que lo llevará a Colombia, Panamá, Perú, Chile, Argentina, Brasil y Venezuela. No buscaba solamente más apoyo a la lucha que se desarrollaba en Cuba, y bajo la premisa de que por donde fuera Cuba iría después Puerto Rico: buscaba equilibrar con la intervención de los países nuestros la influencia, y la posible intervención, “imperialista”, de los Estados Unidos. Y hablamos de 1870.
El viaje tuvo un efecto trascendental sobre él. Lo enfrentó, por entero, a Bolívar, por un lado, y por otro, llevado por la corriente irresistible de una curiosidad infatigable, a estudiar y conocer a profundidad los países que visitó. De modo que, de esa curiosidad que lo llevó a estudiar y recoger infinitos datos de toda índole y de cada región, saldrá el cúmulo informativo que le permitirá en su momento desarrollar la sociología. En esos años, inmediatos a su salida de España, Hostos contrasta sobre el terreno lo que fue la realidad colonial y la herencia nefasta del coloniaje. Tomado por completo por Bolívar, se identifica con los conceptos de la patria grande y de su destino. Tras su visita a Nueva York, el Hostos que llega a Panamá en 1870, es ya un anti imperialista alertado por la pujanza económica norteamericana y las irregularidades del régimen liberal que allí observa. Al respecto de ello, son inequívocos, reiterados y transparentes los escritos de su cartera de viaje.
A su regreso a Nueva York tres años después, Hostos actúa mano a mano con Betances. Intenta desembarcar con un fusil en la mano en la Cuba insurrecta como parte de una expedición, pero naufraga. Se desplaza por la República Dominicana pensando y actuando en el destino final de las tres islas, y en su sueño más acariciado: la Confederación de las Antillas. Sin embargo, la Paz del Zanjón decapita su móvil. Tras una fugaz sumisión en el abismo de la desesperación, Hostos busca otra vía de acción revolucionaria. Dominicana se lo ofrece en bandeja de plata. Allí inicia las reformas en la educación del país hermano. Igual que lo hicieron, dentro de la cárcel, tantos revolucionarios del mundo, buscó educar al ejército de hombres libres que pudiera construir la patria antillana. Su acción fue riquísima, profunda y heroica. Tuvo que salir de Dominicana a los diez años, sofocado por la dictadura que allí se arraiga, pero la continúa en Chile. No obstante, al asentamiento prolongado le sobreviene un inesperado renacer: Martí reinicia la guerra en Cuba. Y Hostos vuelve a la carga desde Chile. El desarrollo de los sucesos lo alarma. Hostos teme que Estados Unidos ocupe las islas... permanentemente. Le choca pensarlo: ve contrastante con el espíritu del país, y con su constitución, la conquista de pueblos por el adalid mundial de la política republicana y de la democracia. Pero Hostos ha visto desde hace décadas cómo se alimentan las pretenciones imperialistas en el norte.
Consumada la ocupación, Hostos se reinventa otra vez. Ni apela a las armas, ni apela a las estructuras políticas coloniales, incluido el liderato político autonomista. Reinicia esta vez su lucha por la libertad apelando, en cambio, al derecho y procurando despertar la fuerza de los poderes civiles. En Estados Unidos, Hostos acude a las antiguas organizaciones revolucionarias de la emigración para dar por terminados sus trabajos, y para constituir los nuevos instrumentos necesarios en esta nueva etapa. Me refiero, fundamentalmente, a la Liga de Patriotas. Sin embargo, en Puerto Rico, Hostos acude directamente al pueblo, a las asambleas y a los municipios. El Hostos que regresó en el 1898 mantiene la misma devoción por la libertad y el compromiso infatigable, delineados y definidos en su (El) Programa de los Independientes. El texto de 1876, que José Martí consideró nuestro catecismo de democracia, enumera y desarrolla los principios que regirán la construcción de países libres una vez ganada la independencia.
La estrategia de Hostos en el 1898 es inaudita. Cabe sugerir que se anticipa por más de medio siglo a los tiempos de esa política planetaria que intenta arbitrar los conflictos internacionales a través de los principios del derecho internacional. Dos caminos de acción emprende Hostos: por un lado, apelar a las fuerzas políticas vivas en Estados Unidos –a través de la prensa, del Congreso, y de los comités de trabajo con las autoridades ejecutivas– para recordarles una y otra vez los dictados de su propia constitución y los principios de la república federal que representan, y, por otro, enseñarle a los puertorriqueños los derechos que los amparan en la nueva situación de hecho, para promover y convencerles de reclamar el derecho a ser consultados, esto es, el derecho a plebiscito. (Una exposición transparente de este tema se publicó en En Rojo [CLARIDAD] de la pluma de Juan Mari Brás. Edición del 14 al 20 de enero, 2010.) Una vez se convence Hostos del derrotero imperialista que seguirá en Puerto Rico el gobierno norteamericano, hace sus maletas y regresa a reemprender su tarea educativa en los campos dominicanos. Trabajando muere en el 1903. Mas su genio arde aún por el Caribe. Las ideas de Hostos constituyeron la base estratégica que logró la salida de la Marina de Guerra de Vieques y de la base naval más grande del imperio fuera de su territorio nacional. Su apotegma de 1876, que afirma que “la libertad es un modo absolutamente indispensable de vivir”, no tiene muerte.
Como Hostos y como Martí, somos discípulos de esa utopía bicentenaria. Pero esa utopía no es nunca sueño complacido, sino desvelo ardiente, proyecto, y sobre todo, fragua, sin derrotas ni victorias últimas y finales. Así nos lo enseña Hostos en su célebre ensayo “Ayacucho” y en su “Plácido”. Nos consuela pensar que quizás estemos viviendo hoy los días que para él fueron madrugada.
Otra versión del presente trabajo lo leímos en septiembre de 2009 en un coloquio internacional celebrado en la Universidad Nacional de Costa Rica a propósito del 90 aniversario de la revista Repertorio Americano. Intentamos inútilmente publicar el presente texto en Puerto Rico a propósito de natalicio de Hostos y Martí. El autor es profesor en UPR-Humacao y director de la revista Exégesis.
Fuente: Claridad
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