¿Se acuerdan del cumplesiglo de la ciudadanía americana en Puerto Rico? Fue el año pasado, por si las dudas. Pero no vayan a creer que los culpo por haberlo olvidado. A decir verdad, tan discreto fue el jolgorio que casi ni nos enteramos. Si tuvo algo de memorable, sería por razones muy distintas a las que anticipaban sus auspiciadores.
¡Qué manera de celebrar un centenario, señores! No me explico cómo pudo desaprovecharse tan propicia ocasión para homenajear por todo lo alto a nuestras credenciales de importación. Fuera de una sosa sesión de culto a la Ley Jones en el Capitolio, la efeméride civilizadora del 2 de marzo de 1917 transcurrió sin pena ni gloria. Encima, las delegaciones de minorías le dejaron el monopolio de las solemnidades al partido reinante. Lo único en concreto que se obtuvo fue otro día festivo en el calendario oficial.
¿Dónde estaban las masas alborozadas de orgullosos americanos por decreto? ¿Por qué no abarrotaron plazas, tiraron petardos, organizaron barbiquiús, cantaron el “oseicanyusí” a pleno galillo ni desplegaron pecosas de costa a costa? Sospecho que, a cien años de distancia, el tema parece seguir provocando más incomodidad de la que algunos quisieran admitir.
La propia proclama del gobernador intentó justificar, con ejemplar recato, la conmemoración de una identidad jurídica impuesta a un país dominado. Según la referida orden ejecutiva, nuestra ciudadanía “no concede el mismo grado de igualdad que a los ciudadanos de los demás estados”. Pese a ese pequeño déficit de democracia, el carné USA nos da “acceso a una serie de privilegios e inmunidades”. Curiosa terminología la de don Ricky. “Privilegios” no son derechos. “Inmunidades” suena a exclusiones. Y, que yo sepa, la igualdad no puede medirse en “grados” sin convertirse en subordinación. Eres igual o no lo eres.
La historia, siempre traviesa y burlona, se ocupó de honrar la ocasión a su manera. Peores no pudieron haber sido las circunstancias que enmarcaron el infortunado centenario. Empezando, claro, por la crisis de la deuda. Desde 2016, ya el Congreso estadounidense nos había otorgado uno de esos grandiosos “privilegios” de la ciudadanía de tercera: el nombramiento de una entidad fiscalizadora con los poderes absolutos de un gobierno de ocupación. La única “inmunidad” disponible era para los miembros de la Junta de Control Colonial.
En eso, llegaron las elecciones y ganó el PNP. Con una promesa triunfalista de estadidad a plazo relámpago, nuestra flamante comisionada residente corrió a radicar en Washington un proyecto de admisión. Confieso que sufrí tremendo desengaño: esperaba con ansias locas la rápida implantación del tan cacareado Plan Tenesí. Pero, con todo y show mediático de la juramentación en la oficina de Paul Ryan, el épico proyecto quedó sepultado en la última gaveta del archivo del absurdo cameral.
Entonces el gobernador se sacó otra barajade la manga. Había que confirmar el polémico resultado de la consulta de 2012 con un nuevo palo plebiscitario. Inútil recapitular aquí los tirijalas ideológicos que llevaron al boicot de la oposición. Así las cosas, entre la abstención voluntaria y la apatía generalizada, sólo un 23 % del electorado acudió a las urnas el 11 de junio de 2017. Envalentonados por una supermayoría artificial de votos, los estadistas volvieron a la carga. ¿No contaban con la astucia de los congresistas para congelar papas calientes?
Como si no bastaran la quiebra de las finanzas gubernamentales, el golpe de estado de la Junta y el éxito fracasado del plebimito, el destino les tenía en remojo otra sorpresa a los atesoradores de la ciudadanía de injerto. Dos huracanes sucesivos pusieron otra vez en precario sus ilusiones. Con el destape obsceno de la miseria boricua, el colonialismo se recicló en caridad. Caridad de migajas por cuentagotas, evidencia contundente de que la ciudadanía americana sólo nos sirve para emigrar.
Pero ahí no paró el asunto. Mientras su Trumpiana Majestad en carne y hueso nos tiraba el toallazo del desprecio ante la sonrisa complaciente de nuestros funcionarios electos, el escándalo de Whitefish acababa de hundir a Puerto Rico en el desprestigio. Luego la reforma contributiva del Congreso maniobró para declararnos “foráneos forever”. Y así continuaba haciéndose sal y agua la utopía del ingreso al exclusivo club de los dueños del planeta.
Si yo pudiera entrevistar a Dios por correo electrónico, le sometería la siguiente pregunta de selección múltiple. ¿Nos mandó usted todas esas catástrofes simultáneas para: a) obligarnos a reflexionar a las malas sobre nuestra dependencia extrema, b) demostrarnos la generosidad sin límites de nuestros conquistadores o c) mofarse del simulacro de ciudadanía que ostentamos los puertorriqueños? Como los designios divinos suelen ser indescifrables, lo más probable es que Dios ni se hubiera molestado en contestarme. Remito pues esa interrogante teológica-política a la sabia consideración de mis lectores.
Y, por aquello de empezar en onda positiva el 2018, les recuerdo con tiempo a los fanáticos de los jubileos históricos, que este año se cumple el 120 aniversario de la invasión de 1898. Nada, nada, sólo para que lo pongan en agenda…
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