El maltrato, la insensibilidad y hasta la grosería con que el presidente estadounidense, Donald Trump, ha reaccionado ante el desastre causado el mes pasado en Puerto Rico por el huracán María retratan, sin duda, al individuo que ejerce la jefatura de Estado en la nación vecina y confirman que su ciudadanía tiene sobrados motivos de preocupación por la personalidad y hasta por el estado mental del mandatario.
En efecto, Trump ha demostrado, sobradamente, tanto en el plano individual como en el institucional, que no tiene los atributos que cabría esperar del jefe del Ejecutivo del país más poderoso del mundo, entre otros, sentido de Estado, cultura e información, claridad de ideas, prudencia, sensibilidad, tolerancia, veracidad, precisión en las palabras y buenos modales.
Las lagunas referidas se han puesto de manifiesto en muy diversos asuntos internos y externos, desde la incapacidad del mandatario para coordinarse de manera eficaz con los dirigentes y legisladores de su propio partido, el Republicano, en puntos tan cruciales para el programa del actual gobierno como la liquidación del Obamacare, hasta los exabruptos vertidos en tuits que con frecuencia llevan a Trump a chocar con los principales integrantes de su equipo, pasando por los procaces ataques en contra de los medios y de los informadores y las bravatas belicistas que representan, sin duda, un peligro para la precaria paz mundial.
Resultan particularmente agraviantes los actos y los dichos del actual habitante de la Casa Blanca frente a una situación de catástrofe como la que enfrenta Puerto Rico. Cabe recordar, entre otras cosas, que en los peores momentos del paso del huracán, Trump, en lugar de enviar a los puertorriqueños palabras de aliento y empatía, les reprochaba el endeudamiento –ciertamente desmesurado–, además, Washington se ha negado a suspender temporalmente la Ley Jones –que prohíbe atracar en la isla a cualquier barco que no tenga bandera estadunidense– para hacer posible la llegada de ayuda humanitaria y, en su primera visita al país caribeño después del meteoro, el presidente Trump arrojó rollos de papel higiénico a la audiencia que acudió a recibirlo.
El jueves pasado el mandatario profirió una nueva ofensa: ante el gobernador puertorriqueño, Ricardo Rosselló, se atribuyó a sí mismo una calificación de 10 en la reacción de su gobierno ante la catástrofe y aseguró que había hecho un gran trabajo, a pesar de que a un mes del paso de María, cerca de 80 por ciento de la red eléctrica de la isla sigue destruida y que la mayor parte de la población aún carece de agua potable y de medicamentos. En suma, como lo refirió la alcaldesa de San Juan –la capital puertorriqueña–, Carmen Yulín Cruz, la respuesta de Washington hasta la fecha resulta inaceptable, es inmoral y francamente ya está rayando en violación de derechos humanos.
Pero, más allá de los impresentables desfiguros de Trump, debe reconocerse que la condición de Estado Libre Asociado que Puerto Rico ostenta ante Estados Unidos –o, en términos llanos, el hecho de que sea una colonia de la superpotencia– no sólo da margen a las crueldades, humillaciones y groserías del magnate neoyorquino, sino que explica el desdén de todo el aparato administrativo estadunidense y, en última instancia, la vulnerabilidad económica, la precariedad de la infraestructura y la dificultad con que la isla debe hacer frente a la tragedia.
Sería impensable, en efecto, que los círculos del poder político estadunidense exhibieran un comportamiento semejante ante las afectaciones sufridas por Florida –estado de pleno derecho en la Unión Americana– por el paso del huracán Irma, unas semanas antes. En suma, la situación presente obliga a recordar que para Estados Unidos los puertorriqueños son ciudadanos de segunda.
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