En las colonias la historia es circular. Como los elementos esenciales no cambian, los eventos que éstos provocan se repiten. Se alteran nombres y fechas, los que a veces nos dan la sensación de un cambio, pero éste nunca llega.
En 1909 Puerto Rico iniciaba su segunda década bajo el régimen colonial estadounidense. La alegría que había provocado en algunos la aprobación de la primera ley orgánica, el Acta Foraker, –que sustituía el gobierno militar por uno civil– se había desvanecido. El tal gobierno lo presidía un gobernador nombrado desde Washington que estaba al mando de un Consejo Ejecutivo también nombrado desde la capital metropolitana. El único rinconcito de poder que aquella legislación imperial les dejó a los puertorriqueños fue una Cámara de Delegados de elección popular con poderes muy limitados, claramente supeditados a los del Consejo Ejecutivo.
Pero entre esos poderes limitados había uno que, utilizado con cierta creatividad, podía convertirse en una pequeña arma de presión: el presupuesto. La Cámara debía aprobar el presupuesto que se le sometiera el Consejo Ejecutivo.
En 1909 comenzaba una nueva legislatura dominada por el Partido Unión a la que llegaban algunos jóvenes, como Luis Lloréns Torres, y curtidos veteranos ya hartos de colonialismo como Rosendo Matienzo Cintrón. Aireando sus frustraciones por el limitado poder que el nuevo régimen les dejaba a los puertorriqueños, la Cámara decidió utilizar el presupuesto como arma. Procedieron a alterar el que les fue sometido y, entre otras cosas, les redujeron el salario a los ejecutivos del Gobierno y a los jueces federales. El gobernador Regis H. Post, como era de esperar, rechazó ese presupuesto y se lo devolvió a la Cámara estipulándole las enmiendas que debía hacer. Ésta, entonces, se negó a actuar, declarándose en receso, produciéndose lo que algunos historiadores llaman “el impasse de 1909” y otros la “huelga legislativa de 1909”.
Como era de esperarse, aquella confrontación tuvo un desenlace típicamente colonial ya que condujo a la reducción del ya limitadísimo poder que tenían los puertorriqueños. El gobernador Post apeló ante su jefe, el presidente William Taft, quien de inmediato envió un proyecto de ley al Congreso para enmendar el Acta Foraker. Lo aprobado se conoce como Ley Olmstead que, entre otras cosas, dispone que cuando la Cámara de Delegados no apruebe un presupuesto para el próximo año regirá el anterior, lo que efectivamente despojaba al cuerpo electo de su pequeño resquicio de poder. Luego de aprobarse la enmienda, el gobernador Post fue un poco más allá y sencillamente elaboró y ejecutó un nuevo presupuesto diseñado a su gusto. La Cámara procedió a impugnar ese nuevo presupuesto en el tribunal de Puerto Rico, pero el caso fue removido a la Corte Federal que falló a favor del Gobernador.
¿Qué ha cambiado en Puerto Rico 1909 y 2017? El lapso de tiempo es enorme, 108 años, pero si comparamos lo ocurrido hace más de un siglo con lo que finalmente se concretó el pasado 30 de junio de 2017, resulta evidente que pocas cosas han cambiado en nuestro país. En esa fecha la Junta de Control Fiscal federal, tras cierto impasse con la Legislatura, decretó cuál será el prepuesto del año 2017-18 que comienza el 1ro de julio.
Como la Ley Olmstead de 1909, la Junta fue producto de un acto unilateral del Congreso de Estados Unidos, un cuerpo en el que, como entonces, ningún puertorriqueño vota. El propósito de la ley que creó la Junta fue, igual que aquella de hace 108 años, establecer un control metropolitano directo sobre el gasto público en Puerto Rico con mínima intervención de los isleños. Ambas leyes, de forma unilateral, cambiaron estatutos anteriores que supuestamente reconocieron ciertos poderes a los puertorriqueños. La de 1909 le quitó a la legislatura puertorriqueña el poder efectivo de aprobar presupuestos a menos que ésta se limitara a aprobar lo que el Ejecutivo peticionaba. La de 2017 dispone que cuando existan diferencias entre el Gobierno o la Legislatura y la Junta, ésta última decretará el presupuesto que le plazca “que se entenderá aprobado por el Gobernador y la Legislatura”. Las pequeñas diferencias entre una y otra ley son puramente semánticas.
En 1909 el cuerpo legislativo se sintió vulnerado –no tanto por la ley, ante la que se sabían impotentes, sino por lo que hizo el gobernador Post después– y decidieron “retarlo” en los tribunales. La disputa terminó adjudicándola el tribunal de los pares de Post, el federal. En 2017 la impugnación que el mismo cuerpo, ahora llamado Asamblea Legislativa, amagó con hacer contra las acciones de la Junta (y que sabemos no hará) la decidiría otra vez el tribunal federal y el resultado sería idéntico al de 1909.
En 1909, cuando el presidente Taft envió su proyecto de ley al Congreso para acabar con la huelga de los legisladores, dijo que los puertorriqueños habían sido ingratos, que habían “olvidado la generosidad de Estados Unidos”. Añadió que no podía esperarse que un pueblo tan poco educado tuviera la capacidad de autogobernarse. Por eso era necesario que ellos ejercieran la “tutela y el encausamiento” sobre nosotros. Se lamentó de que su país hubiera actuado con “demasiada rapidez” al reconocer ciertos derechos y por eso recomendaba reducirlos.
El “razonamiento” brutalmente colonial que un energúmeno como Taft utilizó en 1909 fue el mismo que vertieron muchos miembros del Congreso de Estados Unidos cuando debatieron la ley que, por puro cinismo, bautizaron con el acrónimo PROMESA. Igual que Taft dijeron que habíamos hecho mal uso de los poderes que ellos generosamente nos habían concedido.
Otra secuela del incidente de 1909 fue que todo lo relacionado con Puerto Rico pasó a ser responsabilidad del Departamento de Guerra, para recordarnos que éramos parte de un botín militar y no pretendiéramos dejar de serlo. Tal vez ahora mismo, tras la escaramuza de la Legislatura puertorriqueña con la Junta federal, el nuevo presidente Trump, que resulta ser más energúmeno que Taft, está pensando en alguna medida similar.
(Los datos resumidos en este artículo sobre lo ocurrido en 1909 fueron tomados de José Trías Monge, Historia Constitucional de PR, Vol II, Capítulo XV.)
(Claridad) |