En Nueva York y en Chicago se formaron grandes comunidades boricuas que sirvieron de refugio físico y emocional a los que tuvieron que irse para escapar del acoso del FBI y del gobierno de turno.
“#Yonomequito y por eso me quedo en Puerto Rico”, “#Yonomequito como todos los que se fueron de la isla”, “#Yonomequito porque yo sí creo en PR”.
En estos días en que los hashtags son parte de la vida cotidiana, el #Yonomequito se usa a diestra y siniestra para referirse a las y los puertorriqueños que hemos emigrado a los Estados Unidos (EE.UU.) y casi casi convertirnos en los villanos, causantes de la desgracia del pueblo.
Me atrevo casi a declarar que cada familia, cada boricua que se ha mudado de nuestra bella Isla lo ha hecho con el corazón en la mano, con el propósito de mejorar sus condiciones de vida, sea por trabajo, vivienda u otra razón de gran peso.
Eso no quiere decir que abandonamos la patria, ni que dejamos de pensar en ella a diario, en la gente que se quedó, en la playa, en la montaña… Y mucho menos que no seguimos trabajando por hacer un mejor Puerto Rico, desde la distancia.
Los grupos de exiliados siempre aportan a sus naciones, en especial los puertorriqueños y puertorriqueñas, quienes por la situación colonial desde 1898 siempre han tenido un vínculo estrecho con los Estados Unidos. El decir que los grupos migrantes cortan lazos con su país de origen es un discurso obsoleto.
No podemos olvidar que los puertorriqueños y puertorriqueñas de la diáspora han sido y son fundamentales para el desarrollo del país, de su arte, literatura, música, pensamiento crítico y, sobre todo, de la lucha por la independencia.
A mediados del Siglo XIX, Ramón Emeterio Betances (1827-1898) y Segundo Ruiz Belvis (1827-1867) estuvieron exilados en Nueva York. Pertenecieron a la Sociedad Republicana de Cuba y Puerto Rico y fundaron el Comité Revolucionario de Puerto Rico en 1867. Este movimiento independentista de Nueva York fue de vital importancia para la lucha. Uno de sus grandes reconocimientos es la creación de la bandera oficial de Puerto Rico.
Durante las décadas de mayor persecución política en el Siglo XX, en los años 60, 70 y 80, el exilio fue la opción de muchos y muchas que no podían conseguir empleo o seguridad en la Isla. La diáspora boricua en los Estados Unidos fue y es esencial tanto para darles apoyo, como para continuar la lucha. En Nueva York y en Chicago se formaron grandes comunidades boricuas que sirvieron de refugio físico y emocional a los que tuvieron que irse para escapar del acoso del FBI y del gobierno de turno.
El Ejército Popular Boricua tenía capítulos en EE.UU. El mayor golpe de Los Macheteros, el más memorable, Operación Águila Blanca fue el robo del camión de la Wells Fargo, en West Hartford, Connecticut en 1983. Parte del dinero del robo fue utilizado para comprarles y distribuirles regalos a los niños pobres de Hartford, la mayoría de familias puertorriqueñas y negras.
En días recientes, celebramos la victoria del indulto al patriota Oscar López Rivera, quien estuvo preso por 35 años por luchar por la independencia de Puerto Rico. El importante rol, de apoyo y de lucha, realizado por parte de la diáspora puertorriqueña quedó más que evidenciado. Los grupos solidarios en diferentes ciudades de los Estados Unidos se reunían una vez al mes, igual que las Mujeres en el Puente lo hacían en San Juan. Los congresistas y funcionarios gubernamentales puertorriqueños y puertorriqueñas, parte de la diáspora, alzaron sus voces en denuncia del atropello constante que vivía el patriota desde hace tres décadas.
Entonces, ¿por qué la manía de buscar puntos de separación, de ruptura, entre nosotros y nosotras? ¿Por qué decir que los que nos fuimos abandonamos la lucha por Puerto Rico? ¿Por qué asegurar que ‘tiramos la toalla’?
Ser inmigrante en el país invasor de tu terruño es bien duro. Es difícil en cualquier momento, pero ahora que los ‘Trumpistas’ están en el poder es urgente. La resistencia es DIARIA.
Se resiste al hablar español. El español ha sido una de las herramientas de resistencia de Puerto Rico desde la invasión de 1898. Enseñarle y recalcarle el español a las nuevas generaciones, las que crecen en las fauces del imperio, es duro pero necesario. El bombardeo de información a través de los medios y de las redes sociales, la presión de grupo y la propia rebeldía humana hace que la tarea sea ardua y constante. Además, siempre está en alguna parte del cerebro el sentimiento temeroso de que te podrían discriminar si te escuchan hablando español.
El llevar una bandera de Puerto Rico en el carro o en la casa también es resistir. Al igual que lo es el enseñarles a los críos a cantar ‘Verde Luz’ y a gritar ‘¡Viva Puerto Rico libre!’.
Recientemente tuve que explicarle a mi chiquito de tres años que él no era de Connecticut, que es de Puerto Rico. “Pero Mamá, vivimos en Connecticut’. Sí, mi amor. Vivimos aquí, pero somos de Puerto Rico. Y eso nunca lo puedes olvidar”.
Entiendo que el complejo colonial que tenemos, por desgracia, tatuado en nuestro ser, casi nos obliga a criticarnos y castigarnos. No obstante, no nos define.
La diáspora no se quita. La diáspora sigue luchando. Aportamos con nuestros reclamos a los y las representantes gubernamentales. Aportamos en las manifestaciones físicas e intelectuales. También apoyamos a nuestras familias y amistades en la Isla.
Aportamos en la calle, en el trabajo, en las redes sociales, en la casa. Aporto cuando le envío al preescolar un almuerzo de arroz con habichuelas y carne al crío y la maestra me cuenta que el chico está muy orgulloso de comer su ‘mixta’. Aporto cuando me siento en la sección de la cafetería en que hay una mesera puertorriqueña. Aporto cuando escucho solidaria la historia de Celestina, la empleada de la farmacia que me relata, apesadumbrada pero valiente, que lleva 20 años exiliada y que extraña el terruño. O cuando llevo el carro al Taller Mecánico Aguas Buenas, cuando voy a comer a Criollísimo y a comprar pan en La Borinqueña. O cuando llevo a mi suegra a la misa en español, de la iglesia católica del pueblo. También cuando nos reunimos en ‘fiestas del exilio’ para degustar y beber manjares de la Isla, o para ver la pelea de boxeo del campeón boricua, solidarizarnos de lo mucho que extrañamos ‘las playas primorosas’ y las ‘palmas silenciosas’ y abrazarnos en solidaridad porque entendemos en carne propia los versos de Virgilio Dávila de su poema “Borinquen” que rezan “Mamá Borinquen me llama, este país no es el mío, Borinquen es pura flama y aquí me muero de frío”.
Porque la diáspora no se quita. Hay que recordarle a esas personas que tratan de sembrar la discordia y crear desunión, de que sí somos un país dividido. Y eso no es un padecimiento o algo malo. Al contrario hay que abrazarlo, hay que asumirlo. Tenemos que usarlo a nuestro favor para ayudar y apoyar más las causas justas y echar pa’ lante a Puerto Rico y su gente… nuestra gente.
Hay que recordar que la patria se construye desde donde estés. La patria se lleva en el alma y el corazón. “La patria es valor y sacrificio” y #Yonomequito.
Fuente: Claridad |