Al dirigirse a la multitud que se congregó ante el Congreso coreando ¡Sí se pudo! ¡Sí se pudo!, el 25 de agosto el presidente Juan Manuel Santos anunció: “Como jefe de Estado y como comandante en jefe de nuestras fuerzas militares he ordenado el cese al fuego definitivo con las FARC a partir de las 00:00 horas del próximo lunes 29 de agosto. ¡Se termina así el conflicto armado con las FARC!”
Santos dio esa orden enseguida de entregar al presidente del Congreso los textos finales del acuerdo de paz suscrito la víspera en La Habana, para iniciar el trámite de convocatoria al plebiscito nacional, que él propuso realizar el 2 de octubre. Aunque a ley no pide hacer esta consulta para que el acuerdo entre en vigencia, el mandatario prefirió asumir esa reto para darle aún mayor legitimidad y fuerza.
Con eso deberán terminar 54 años de la guerra civil que sucesivos gobiernos granadinos sostuvieron frente a las FARC, en los cuales dos generaciones de colombianos sufrieron 260 mil muertos y 45 mil desaparecidos por la violencia armada, y casi 7 millones de desplazados por la guerra y la expoliación agraria cometida a su sombra por los paramilitares y terratenientes. Aparte de las calamidades económicas, sociales y demográficas que todo eso implicó, también significa que esas dos generaciones quedaron inmersas en ese ambiente de diaria cohabitación con una barbarie de dimensiones genocidas. Las cámaras empresariales se regocijan de lo que la paz le aportará a los negocios: crecerán la inversión extranjera y el comercio exterior, reportó enseguida El Espectador. Prudentemente, el New York Times publicó un artículo de María Victoria Llorente, directora de la Fundación Ideas para la Paz, destacando la importancia de separar el plebiscito del rechazo o la popularidad de Santos. La paz interesa a toda Colombia y no solo a este gobierno, advierte ella; es necesario “que el acuerdo final de paz no se vuelva rehén de las mezquindades políticas partidarias y personales” y constituya un logro conjunto de la sociedad colombiana.
Su llamado responde a que, tras medio siglo de cultura política, moral y economía distorsionadas por la guerra, la paz tiene enemigos. El más estridente es el ex mandatario Álvaro Uribe, quien reclama votar contra el acuerdo, alegando que reintegrar a los guerrilleros a la convivencia democrática equivale a amnistiar a terroristas. Con eso el ahora senador expresa una psicología social largamente intoxicada por la guerra, que todavía el pueblo colombiano deberá sanar para reconstruir su tranquilidad.
También la cultura política necesitará desarmarse. En otras palabras, la paz deberá ser un proceso acumulativo, del cual el pacto concertado en La Habana y el calendario de desmovilización son pasos iniciales. Mientras, en Colombia todavía queda otra agrupación guerrillera dispuesta a negociar, pero también varias bandas paramilitares y narcotraficantes que continúan operando, y poblaciones rurales sujetas a la violencia.
A la paz aún le falta ganar el plebiscito. Aunque las encuestas anticipan pronósticos reservados, las comunidades socialmente más golpeadas y el sector más educado coinciden en apoyar la opción pacificadora. Para que esta importante victoria de la paz avance, el gobierno emprenderá una intensa campaña pedagógica sobre las numerosas previsiones del acuerdo, para respaldarlo con una aprobación no solo masiva, sino informada y comprometida. La perspectiva de paz que así empieza a concretarse es apoyada por los Jefes de Estado de todas las potencias importantes y por casi todos los presidentes latinoamericanos. También para Panamá la paz en Colombia representa una opción esperanzadora.
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