«No es necesario rechazar la dialéctica como tal, sino sólo su comprensión sintética: en otras palabras, es necesario insistir en una dialéctica negativa, un movimiento sin descanso de negación, que no necesariamente nos conduce a un final feliz.
La historia, entonces, no se considera como una serie de etapas, sino como el movimiento de una revuelta sin fin.» (John Holloway)
Cuando Vladimir Illich Lenin proclamó en octubre de 1917 en Rusia el imperativo histórico de “poner en seguida en movimiento un aparato estatal constituido por diez, si no veinte millones de personas” que materializase la consigna de “todo el poder a los soviets”, no podía anticipar cuán elusiva resultaría históricamente su concreción. El nuevo siglo XX no había tardado en potenciar un nuevo paradigma libertario y justiciero más allá de las opresiones y carencias del orden civilizatorio capitalista prevaleciente.
Claro está, no es que Lenin estuviese ajeno a lo problemática que resultaría la transición de una sociedad capitalista atrasada a una sociedad comunista libre, igualitaria y próspera. La tarea histórica era monumental: El viejo orden debía ser negado dos veces, primero en su forma estatal y luego, más importante aún, en su forma económica-social. Sin embargo, los retos propios de lo inmediato y el presente, con sus propias contradicciones, poco a poco se fueron imponiendo sobre los retos consustanciales del fin ulterior propuesto.
La transición sin fin
La visión estratégica leninista requería una doble negación dialéctica, ambas inextricablemente determinadas la una por la otra: la destrucción de lo viejo, a la vez que la construcción de lo nuevo. Por un lado, la Revolución bolchevique debía llevar al desmantelamiento de los aparatos del poder estatal burgués y su sustitución por nuevas formas comunes de agenciamiento político. Sin embargo, por otro lado, para ello había que desarrollar la base material de esa sociedad comunista. Según Lenin, para esto último no le quedaría otra alternativa al poder proletario, conforme a las realidades y necesidades inmediatas al cabo de casi un lustro de guerra civil e intervención extranjera, que articular una política económica de “capitalismo de Estado”, acompañada de un proceso de constitución de una nueva subjetividad o conciencia comunista.
Su inicial euforia radical había quedado atemperada por las circunstancias, resultando en una realpolitik que lo llevó a promover la aprobación en 1922 del controvertible Nuevo Plan Económico (NEP por sus siglas en ruso). Fue en dicho contexto que afirmó: “Están condenados aquellos comunistas que imaginan que es posible terminar la empresa de construcción de una época, como lo es sentar las bases de la economía socialista (particularmente en un país de pequeños campesinos), sin cometer errores, sin retrocesos, sin numerosas alteraciones de lo que falta terminar o de lo que se ha hecho mal. Los comunistas que no caen en el engaño, que no se dejan vencer por el abatimiento y que conservan la fortaleza y la flexibilidad para ‘volver a empezar desde el principio’, una y otra vez, encarando una tarea extremadamente difícil, no están condenados (y es muy probable que nunca perezcan)”. El comunista verdadero, insistía, debía estar dispuesto a “volver a empezar, desde el principio, una y otra vez”.
Sin embargo, esta lógica dual de un poder proletario empuñando, por necesidad, una política económica burguesa irá pariendo una nueva contradicción antagónica entre modelos de civilización que, en la práctica, resultarán excluyentes, sobre todo en la medida en que las formas capitalistas de producción social, permeadas inevitablemente por la forma-valor fueron constituyendo subjetividades privatizadas en sus fines. La catástrofe sufrida finalmente por la primera revolución comunista fue anticipada por el Che Guevara cuando calificó al NEP como “uno de los pasos atrás más grandes dados por la URSS”. Al respecto abundó que: “así quedó constituido el gran caballo de Troya del socialismo: el interés material directo como palanca económica ”.
La revolución permanente
Nadie como el Che consiguió identificar, desde una postura ética y política de la mayor autenticidad, el nudo gordiano que confrontaba la teoría acerca de la transición del capitalismo al comunismo por vía de una etapa socialista en que se pregonaba la inevitabilidad de la continuidad de las formas capitalistas de producción social. Ello le valió, en su momento, ser tachado por los soviéticos de idealista y romántico, sin hablar también de maoísta y trotskista. No podían pasar por alto la afinidad esencial entre las posturas guevaristas y las representadas en el bolchevismo originario por la oposición de izquierda al liderato estalinista, integrada por León Trotsky y Eugeny Preobrazhensky, entre otros.
De hecho, algo muy en común tenían: su insistencia en que el comunismo requería su propia economía política, con su eje en formas comunes de producción social, y su triunfo a escala mundial más allá de un solo país. Al respecto, según Trotsky, la construcción de la sociedad comunista sólo sería posible a partir de “una revolución permanente” que garantizase “la participación real de la clase trabajadora y las nuevas generaciones de comunistas en el control de todos los aspectos de la vida social, económica y política” no sólo en Rusia sino que, en lo inmediato, en su entorno europeo, rompiendo así el cerco que los imperialismos de la era pretendían tenderle para llevar su revolución al fracaso.
La creación de dos, tres… muchas Rusia o Cuba fue una necesidad y no una aventura o capricho de nadie. Sin embargo, en ambos casos, los intentos de romper sus respectivos cercos imperiales fracasaron en lo inmediato, ahogados por la represión contrainsurgente, como en las experiencias de Alemania, Hungría e Italia, en el primer caso, y las de Venezuela, Perú, Argentina y Bolivia, sin hablar de Uruguay y Chile, en el segundo.
La propuesta histórica comunista parecía así condenada a la negación eterna de sus mismas posibilidades, obligada por necesidad a un periodo de transición que parece no tener fin y que, peor aún, está obligada a operar dentro de las reglas materiales básicas del modo de producción, incluso de la vida, que aspira superar. En el caso de Rusia, la revolución fue traicionada por la burocracia, tanto la estalinista como la post-estalinista. Dejó de constituir, en toda su plenitud, la ruptura que originalmente anunció.
En tales circunstancias, nos advirtió el filósofo marxista alemán Theodor W. Adorno, toda praxis revolucionaria parecería imposible, pues al fin y a la postre “cualquier cosa que uno haga es falsa” ya que se termina por imitar y reforzar aquello a lo que se dice oponer. Ante ello, todo aparece como si fuese lo mismo, poniendo en entredicho la posibilidad misma de la fuga histórica hacia otro modo de vida, en el que se concreten la “libertad, igualdad y fraternidad” prometida engañosamente por la revolución liberal burguesa. El futuro aparece así como una promesa permanentemente postergada, eternamente “en tránsito”.
La excepcionalidad cubana
En el contexto antes expuesto, Cuba ha logrado erigirse en precedente histórico. Obligada a operar, por necesidad, bajo un modelo de economía de guerra impuesto por el criminal bloqueo imperial estadounidense y sus múltiples mecanismos de sabotaje y desestabilización, su precariedad productiva nunca presentó las condiciones propicias para la tentación siquiera a la privatización de la conciencia denunciada por el Che Guevara en el contexto del socialismo real europeo. Las condiciones estoicas propiciaron siempre una conciencia espartana. La escasez objetiva de incentivos materiales hizo que el cubano sólo pudiese dar sentido a su vida a partir de unos incentivos mayormente inmateriales, es decir, éticos. De ahí que el estrepitoso colapso de la Unión Soviética, no hamaqueó en lo esencial a la Revolución cubana. Sus enemigos se quedaron aguardando por su muerte anunciada.
La historia, como sentenció Georgi Plejanov, tiene de sujeto protagonista a los seres humanos, lo que en el caso de la Cuba revolucionaria se encarna en un pueblo encabezado por una figura de la talla de un Fidel Castro Ruz, un ser fuera de serie y contra toda corriente. Éste se empecinó siempre en aprovechar cada oportunidad que le presentó cada coyuntura para avanzar, consolidar cuando fuese dable y rectificar cuando fuese necesario, una y otra vez, para repotenciar lo único que le puede dar sentido a una historia que desde Martí demuestra estar hecha no de leyes objetivas e infranqueables, sino que más bien de voluntades aguerridas y comprometidas.
La historia no tiene otro sentido que la que le damos los seres humanos. Entretanto, las circunstancias objetivas atestiguan, en todo caso, el eterno retorno, bajo nuevas formas, de la contradicción maldita pero porfiada, como las serpientes soñadas por el cantautor cubano Silvio Rodríguez.
¡Socialismo o muerte!
Por ello, ante la consigna del fin de la historia y de las utopías, lanzada por los epígonos del capital a partir de 1989, los cubanos ripostaron como enrevesados voluntaristas: “¡socialismo o muerte!”. Y al igual que cuarenta años antes, se atrincheraron y resistieron, volviendo a dar la cara por la América nuestra y reconstituyéndose en referente alternativo obligado a la barbarie neoliberal, sobre todo en el ejemplo de perseverancia en medio de una izquierda mundial que anduvo en desbandada a partir de una seria crisis de identidad.
Dentro de su extraordinaria y heroica excepcionalidad humana, Cuba ha sabido construir y reconstruir permanentemente su Revolución, aún en tiempos turbulentos. Más recientemente, sin embargo, se ha sentido acorralada cada vez más por las difíciles y prolongadas circunstancias bajo las cuales se ha visto forzada subsistir. Es verdad, la revolución se ha visto compelida a subsistir producto de las criminales acciones ajenas, cuyos resultados a veces han sido magnificados por errores propios.
De ahí que, al igual que lo propuso Lenin en circunstancias igualmente críticas, Cuba se ha propuesto reinventarse, pero sin apartarse de lo que originariamente la constituyó en excepcional acontecimiento histórico, es decir, la potenciación de un impulso de ruptura frente a lo existente, el despertar de lo que material y subjetivamente está en trance de ser un rasgo definitorio de esta era.
El ángel de la historia
Como una versión re-creada del “ángel de la historia” del que nos habló Walter Benjamín en sus Fragmentos sobre el concepto de historia (IX), hace ya un tiempo Fidel Castro reflexiona sobre la cadena de males que siguen acumulándose en la era actual, comprometiendo así el futuro de toda la humanidad. Habitando ya en el límite de sus fuerzas vitales, a diferencia del ángel de Benjamín que se ve apabullado por los vientos borrascosos que soplan desde el Paraíso, el líder histórico de la Revolución cubana no se amilana. Se niega a ser mero testigo pasivo. De ahí que apele a los vivos para que recompongan los tiempos y retomen el Paraíso perdido.
Es así como el pasado 17 de abril, Fidel dirigió una de sus reflexiones a los comunistas cubanos con motivo de las críticas deliberaciones del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba: “Es deber de la nueva generación de hombres y mujeres revolucionarios ser modelo de dirigentes modestos, estudiosos e incansables luchadores por el socialismo. Sin duda constituye un difícil desafío en la época bárbara de las sociedades de consumo, superar el sistema de producción capitalista, que fomenta y promueve los instintos egoístas del ser humano”.
“La nueva generación está llamada a rectificar y cambiar sin vacilación todo lo que debe ser rectificado y cambiado, y seguir demostrando que el socialismo es también el arte de realizar lo imposible: construir y llevar a cabo la Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes, y defenderla durante medio siglo de la más poderosa potencia que jamás existió”, puntualizó.
Reinventar desde lo común
Por su parte, su relevo fraternal, Raúl Castro, el nuevo presidente de la nación y máximo dirigente de los comunistas cubanos en la presente coyuntura, se comprometió a asumir el reto de continuar construyendo esa nueva sociedad ajena a los cantos de sirena del sistema capitalista. En ese sentido, el bien común seguirá rigiendo aún sobre las expresiones de iniciativa privada que fueron aprobadas como parte de sus nuevos lineamientos económicos. La elevación del nivel de vida no puede por ello divorciarse del necesario y continuo reforzamiento de la conciencia ética del pueblo. El principio rector de la nueva economía es la planificación socialista, anclada en el adelanto del bien común, y no el mercado, cuyo centro es el beneficio privado y particular.
Ahora bien, ¿quién decidirá lo que se ha de producir y cómo se distribuirá? Aquí es dónde se hace igualmente urgente la otra apuesta obligada que se hace bajo el nuevo modelo a favor de la descentralización efectiva de las estructuras de mando y los procesos de toma de decisiones. Sólo mediante la socialización efectiva de la planificación, como expresión de una democratización real y profunda de las relaciones sociales, es que se puede garantizar que la experimentación con una presencia mayor de mecanismos de mercado, con su ética utilitaria y excluyente, no desplacen las experiencias de lo común, y sus fines éticos solidarios e incluyentes, como motores del desarrollo.
Sobra decir que Cuba necesita hoy un movimiento real que mejore sustancialmente la vida material de sus habitantes. Ahora bien, lo inmediato no debe tragarse lo estratégico. Menos aún debe permitirse que la incapacidad, hasta ahora, de los comunistas para forjar una economía política alternativa de lo común y unas prácticas de gobernanza consecuentes con ésta, nos lleve a dudar de la posibilidad y la necesidad de su desarrollo. Hay que tener cuidado con la tentación de achacar al comunismo la persistencia de ciertos males que son al fin y a la postre herencia del capitalismo o resultado de errores en la conceptualización de la transición del capitalismo al comunismo y las extremas limitaciones de la economía socialista de guerra, con su asfixiante centralismo burocrático. En todo caso de lo que se trata, como bien ha señalado Fidel, es de reinventar el socialismo para seguir avanzando hacia ese modo alternativo de vida que es el comunismo.
La vida, sin embargo, desborda siempre a los modelos. No hay razón para pensar que con el actual perfeccionamiento del modelo cubano de transición, Cuba deje de enfrentarse por lo tanto a nuevas contradicciones producto de las impositivas y volubles circunstancias, incluyendo sus inevitables condicionamientos globales y las imperfecciones propias de nuestra demasiada humana existencia social, insertas todas en esa demasiada humana dialéctica histórica.
Tal vez por eso Marx decía que la felicidad está en la lucha. De ahí la especial pertinencia de esas palabras de Bertolt Brecht con las que Silvio Rodríguez inicia su poética reflexión antes mencionada sobre el eterno retorno de la contradicción: Hay hombres que luchan un día
Y son buenos. Hay otros que luchan un año Y son mejores. Hay quienes luchan muchos años Y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: Esos son los imprescindibles.
El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño “Claridad”.
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