Que nadie venga a hablar de desastres naturales. Lo que ha habido es un escandaloso desastre social. Aquí se ha impuesto por décadas una desastrosa normalidad, que María se encargó de borrar, y que no debemos repetir por nada en el mundo.
La primera muestra de que volvíamos a la normalidad -luego de María- la tuve recientemente, mientras transitaba de Caguas a Río Piedras, a tempranas horas de la noche. Una multitud de vehículos de motor venía del otro lado, a paso de tortuga. Miles de bombillas blancas iluminaban la ruta, como si se tratara de una serpiente albina interminable en dirección a Caguas, Aguas Buenas, Cidra, Cayey, San Lorenzo, Gurabo, Juncos, Humacao, Guayama...
Había ido apareciendo el combustible. Se iban disipando las filas en las estaciones de gasolina. Muchos habían tenido que regresar a sus trabajos; y a los tapones de dos o tres horas, dos veces al día, cinco veces a la semana. Aunque esta vez es peor. Muchos llegarían a sus hogares maltratados por el huracán, careciendo por tiempo indeterminado de agua, de electricidad, o de ambos servicios; las clases todavía suspendidas, el agua potable y los alimentos escaseando. Para salir al día siguiente, antes del amanecer.
Conforme pasan los días, se reponen -lentamente y de manera desigual- los servicios esenciales, sin los cuales se nos hace la vida imposible o muy difícil: alimentación, agua, electricidad, transporte, comunicación, telefonía. Vamos retornando a la vida “normal”.
¿Qué normalidad es esa?
¿La de los postes de madera, aluminio o concreto que se hacen añico al paso del huracán dejando un reguero de cables y metales por doquier y al País a oscuras? ¿La de compañías de celulares que alardean de ser lo máximo, pero que han instalado cientos de antenas como pegadas con saliva para que se las llevara María sin el menor esfuerzo, y nos dejara incomunicados? ¿La de los casi tres millones de vehículos de motor y prácticamente ningún sistema de trasportación pública, que por falta de gasolina nos deja a todos a pie? ¿La de las casas, negocios, calles y avenidas inundadas, no porque llovió, sino porque fueron construidas en zonas inundables donde nunca debió construirse nada? ¿La de un sistema de distribución de alimentos, combustible y productos indispensables que no aparece cuando más se le necesita? ¿La de agencias de gobierno perezosas e insensibles, despreocupadas y negligentes? ¿La de presidentes arrogantes e irrespetuosos y administradores sumisos en busca de dádivas?
Fue precisamente esa vida normal la que arrasó María. Se le hizo fácil, pues se trata de una normalidad mal hecha, edificada con negligencia e irresponsabilidad social.
La mayoría de los árboles, que sufrieron el embate mayor de los vientos huracanados, se mantuvieron en pie, aunque perdieran parte de sus ramas u hojas, que ya van reponiendo. Mientras tanto, la mayoría de los postes de madera-cemento-aluminio de la AEE y la mayoría de las torres de ATT-Claro-TMobil, etc., se fueron al piso. El sistema de acueductos de paralizó, pero los ríos continuaron fluyendo.
Muchas carreteras, puentes y caminos desaparecieron o fueron intransitables. Casas, edificios, anuncios, comercios, escuelas, iglesias, universidades, semáforos...
Que nadie venga a hablar de desastres naturales. Lo que ha habido es un escandaloso desastre social. Aquí se ha impuesto por décadas una desastrosa normalidad, que María se encargó de borrar, y que no debemos repetir por nada en el mundo.
Claro que tenemos que rehacer a Puerto Rico. Tenemos voluntad para hacerlo. Pero para hacerlo bien. No para repetir esta chapucería de modelo social, económico y material.
Desarrollemos una nueva normalidad, armoniosa con el ambiente, con una infraesctructura segura y firme, de gran sentido humano y social, sin falsas presunciones primermundistas, genuinamente solidaria, escrupulosamente planificada, en la que queden fuera el egoísmo, la improvisación y los intereses mezquinos.
Así debe ser la reconstrucción de nuestro querido Puerto Rico. (Tomado de El Vocero/Foto: AP) |